Si bien puede admitirse que la historia de la pena de muerte es la historia de su abolición, también lo es que se trata de una historia sin fin. Es conservada y aplicada en países cuyos gobiernos se declaran defensores y promotores, aun mediante la fuerza, de los derechos humanos en todo el mundo. Para enmascarar esta contradicción, suspenden por cierto lapso su aplicación, la declaran inaplicable en caso de menores o de débiles mentales, buscan métodos más civilizados para ejecutar pena tan inhumana.
Se impone la pena capital, de manera frecuente y expeditiva, en los países sometidos a regímenes dictatoriales, los que hacen del derecho penal un instrumento de represión y niegan los derechos humanos, considerándolos inaplicables por estimarlos incompatibles con sus culturas nacionales. Ella es considerada entonces medio corriente para reprimir numerosos delitos.
En los países en los que ya se ha suprimido la pena de muerte, los abolicionistas deben mantenerse alertas para impedir que sea reestablecida. Con este fin, insertan, por ejemplo, en sus constituciones sendas disposiciones para prohibirla de manera absoluta. Así, impiden que vuelva a ser incorporada en el catálogo de penas, pues toda propuesta en este sentido resulta improcedente por anticonstitucional.
La confrontación entre los partidarios y enemigos de la pena de muerte se da en todos los sectores y niveles sociales. Continúa siendo apasionada e intensa, debido a que el objeto en cuestión toca aspectos esenciales de la persona: la vida y la posibilidad de disponer de ella.
En el seno de los diversos sectores sociales, partidos políticos e instituciones profesionales o académicas, las opiniones están divididas a pesar de que se comparta una misma ideología política, cultural o religiosa. Así, no puede afirmarse que los militantes y simpatizantes de los partidos denominados progresistas sean favorables necesariamente a la abolición de la pena capital y que, por el contrario, os seguidores de los partidos calificados de conservadores, lo sean de mantenerla o reintroducirla. El mantenimiento de la pena de muerte o su abolición suponen siempre, según el contexto en el que se producen, una voluntad política decidida a optar en favor de uno u otro de los extremos de la alternativa. Voluntad política acorde, según los casos, tanto con la opinión mayoritaria como en contra de la misma. Sin embargo, la experiencia muestra que su exclusión del catálogo de sanciones penales será alcanzada y consolidada solo en la medida en que se logre convencer a los diversos sectores sociales de la crueldad, inutilidad e ineficacia de dicha pena.
En los países subdesarrollados política y económicamente como el nuestro, debido a la debilidad del Estado, su incapacidad para estar presente en diversas zonas del país, su deficiente política social y penal, la desconfianza e incredulidad de los pobladores en la eficacia del control social aumentan; desarrollándose en estos la creencia de que el aumento de la criminalidad es debido a la blandura de las penas. Creencia que es explotada políticamente para ganar votantes dándoles un sentimiento de seguridad mediante la agravación de las penas, comprendida la previsión de la pena de muerte. Esta es presentada como panacea contra la criminalidad más grave.
Las propuestas gubernamentales y de partidos políticos para reimplantar la pena capital en el Perú constituyen, por tanto, un acontecimiento previsible. La decisión de dedicar el presente volumen del Anuario de Derecho Penal al tema de la pena capital es sin duda una manifestación de reacción democrática y favorable a los derechos humanos.
Lo hacemos convencidos de que si bien la posición que se adopta sobre el tema es una cuestión íntima, personal, que depende de consideraciones políticas, religiosas, morales, cada vez más se impone la convicción de que no conviene implantarla ni aplicarla en la medida en que nadie puede arrogarse el poder de decidir sobre la vida o muerte de un ser humano; que matar a título de pena constituye en sí mismo un atentado contra los derechos humanos, un tratamiento cruel y degradante; que la ejecución de esta pena es irreversible y que imposibilita enmendar los errores que pueden cometer los jueces; que representa un acto de venganza por el que se legitima la violencia en lugar de conciliar las relaciones sociales. Además de estas cuestiones de principio, también se pueden señalar otros aspectos negativos: no se ha comprobado que sea una medida disuasiva ni que su aplicación influya en los porcentajes de criminalidad; la experiencia muestra que es impuesta de preferencia a infractores provenientes de los sectores sociales menos favorecidos o de minorías; y que es sobre todo utilizada por regímenes autoritarios o aparentemente democráticos, en los que la administración de justicia es un instrumento político y de control social.
Para avanzar hacia la abolición general de la pena de muerte, a nivel internacional, se han realizado esfuerzos significativos, los mismos que han culminado con la elaboración y adopción de convenios internacionales. En estos se promueve la reforma de las legislaciones penales nacionales para derogar la pena capital o limitar su aplicación. Un ejemplo particular, pero muy significativo, es la exclusión de dicha pena del catálogo de aquellas que pueden ser impuestas por los tribunales penales internacionales. Por los alcances de dichos convenios relativos al respeto y a la garantía de los derechos humanos, los países que, habiéndolos suscrito, no los respetan deben soportar los graves perjuicios que acarrea necesariamente su actitud inconsecuente.
Las propuestas peruanas en favor de esta pena, además de contradecir la Constitu-ción, no respetan los acuerdos internacionales asumidos por los gobiernos peruanos. Los argumentos expuestos por sus autores no son nuevos y se asemejan bastante a los alegados por las dictaduras militares y los gobiernos parlamentarios que dictaron leyes previéndola. Así, se vuelve a repetir, de modo confuso, que «actualmente, persiste la necesidad de proteger a la sociedad de aquellos que la ponen en peligro: la violación sexual y muerte a menores de catorce años de edad es un problema social que a la fecha ha desbordado cualquier tipo de control disuasivo siendo que conforme avanza el tiempo se suceden nuevos casos, uno más abominable que el otro, a pesar de que existe una legislación penal que sanciona estos ilícitos con cadena perpetua».
Afirmaciones de esta índole implican que se admite la existencia de infractores irrecuperables y que para evitar que sigan delinquiendo hay que recurrir a la «solución final» consistente en exterminarlos. Solución que, además del supuesto efecto de intimidación respecto a los delincuentes potenciales (en buena cuenta cualquiera, sino ¿quién se atreve a tirar la primera piedra?), tendría la ventaja de ser menos costosa que la de mantener a los culpables en vida encarcelados a perpetuidad. Razonamiento incorrecto porque se oponen valores incomparables: la vida que debe ser promovida y respetada por el mismo Estado y el patrimonio público, objeto de apropiaciones indebidas y malversaciones frecuentes. Lo que obliga a recordar la deficiente política de ejecución de penas privativas de libertad, caracterizada por la carencia de locales de detención, la insuficiencia de alimen-tación e higiene, la superpoblación y la deficiente gestión administrativa. Tan malas son las condiciones en que se encarcelan a los procesados, pues son pocos los que habiendo sido condenados cumplen realmente la ejecución de una pena, que cabe preguntarse si en la práctica la pena de muerte no está ya vigente. Se trata de la muerte lenta de los detenidos, en la medida en que el Estado no puede ni siquiera garantizar que el internado en un establecimiento de detención saldrá, si sobrevive hasta su liberación, en el mismo estado de salud, bueno o malo, en el que se encontraba al ser encarcelado.
Los fundamentos en que apoyan sus propuestas los autores de los proyectos peruanos difieren de los utilizados en el pasado por su acentuada índole apriorística y su inspiración religiosa. La primera se revela cuando sostienen, equívocamente, que según las «fuentes de derecho» no existió «polémica sobre la aplicación de la pena de muerte y su legitimidad». Así, se invoca la autoridad de Platón; pero sin citar directamente alguno de sus escritos, sino la Enciclopedia Jurídica Omeba, la que por más seria que sea no es la fuente más autorizada sobre el pensamiento del filósofo griego. Esta falta de rigor, muestra la ligereza con que han sido elaborados los mencionados proyectos. Hay que recordar que mediante la interpretación (en este caso, la manipulación), como se hace también con lo contado en la Biblia, se puede lograr hacer decir a Platón lo que uno quiere que hubiese dicho. Lo que los proyectistas ignoran u ocultan, por ejemplo, es que si bien Platón defendía la pena de muerte, lo hacía respecto a crímenes contra el Estado; es decir por razones políticas. La orientación religiosa consiste en invocar, por un lado, pasajes de la Biblia para sugerir que «nuestro Señor Jesucristo» es partidario de la pena de muerte para proteger a los niños y, por otro, el Catecismo de la Iglesia Católica (publicado durante el pontificado de Juan Pablo II) para indicar que es admisible recurrir a la pena de muerte para proteger eficazmente la vida humana. En cuanto a esto último, cabe preguntarse si, en nuestro contexto, la pena de muerte es, como dice el Catecismo citado, el «único camino posible» para proteger la vida. Sobre todo teniendo en cuenta que en la Encíclica Evangelium Vital, el mismo Papa Juan Pablo II escribe: «La medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». En realidad, la coloración religiosa de la argumentación es insincera, por lo que cabe sospechar que la invocación de sentimientos cristianos está motivada por la manera oportunista y populista de hacer política, con la finalidad de distraer la atención pública de los verdaderos problemas sociales y económicos, que el gobierno no logra ni siquiera paliar. La irresponsabilidad e incoherencia con que gobernantes y dirigentes políticos han tratado y tratan el tema de la pena de muerte es solo un aspecto de la defi-ciente manera de enfrentar a la creciente delincuencia, lo que abre las puertas a continuas propuestas dirigidas a agravar la represión penal. Un ejemplo es la reintroducción de la reincidencia como agravante, ignorando que era suprimida para respetar mejor el principio de la culpabilidad, pilar del derecho penal del Estado de derecho. Otro ejemplo es el de tomar iniciativas tan descabelladas como la de proponer, por parte de dos bancadas parlamentarias, la pena de muerte civil para reprimir funcionarios responsables de delitos de corrupción. Por falta de información, los proponentes no saben que su planteamiento constituye, solo y en buena cuenta, el restablecimiento de la superada sanción de la «inhabilitación absoluta y permanente», prevista en el Código Penal de 1924 y abandonada, al dictarse el nuevo Código Penal en 1991, por inoperante y contraria a la reintegración del condenado, señalada en ese mismo código como uno de los fines de la pena.
La perplejidad que produce la concepción política que inspira todas esas propuestas crece cuando se escucha al Presidente y ministros sostener la conveniencia, como medida para combatir el terrorismo, de dar a conocer el nombre de todas las personas que fueron procesadas por terrorismo y que han sido liberadas. Medida que es «justificada», primero, afirmando que el país tiene derecho a saber cuál es la situación actual de dichas personas. Segundo, explicando que esa medida no viola los derechos humanos porque alguien que ha cometido homicidios de manera cruel y premeditada, crímenes selectivos, atentados contra el Estado de derecho y la democracia «no es persona en la que se pueda confiar así se diga que ha cumplido su condena o fue indultada». Sacar al tablado todo aquel que haya sido procesado como presunto autor de actos terroristas significa no solo estigmatizarlo, sino también exponerlo a la vindicta pública e indiscriminada, a convertirlo en blanco de un acto de «justicia popular». Por lo tanto, la publicación de esa lista constituye una clara violación no solo de los derechos humanos, sino de los principios mínimos de un orden social civilizado. Pero también es inadmisible hacerlo en caso de quienes fueron declarados culpables y condenados, pues una vez cumplida la pena estos tienen derecho, como cualquier otra persona, a vivir en sociedad, a condición de respetar las leyes. El simple hecho de haber sido considerados culpables no puede convertirlos en sospechosos permanentes de delinquir. Salvo que por su comportamiento, se justifique, conforme a las reglas del debido proceso, someterlo a nuevo proceso penal. Siendo los mismos los que hacen este tipo de propuestas y quienes promueven la pena de muerte, resulta clara la mentalidad altamente represiva con que se pretenden solucionar el grave problema del aumento de la criminalidad. Todos estos aspectos de la problemática de la pena de muerte son abordados por los que escriben en este número del Anuario de Derecho Penal, cumpliendo debidamente con su generosa promesa de colaborar, a pesar de sus múltiples ocupaciones académicas y profesionales. El prestigio del que gozan a nivel nacional e internacional nos ahorra la tarea de presentarlos individualmente. Nos limitaremos a destacar brevemente los temas que tratan.
Eguiguren Praeli analiza el tratamiento de la pena capital en la perspectiva tanto de la Convención Americana de Derechos Humanos, como de la Constitución peruana. Su objetivo es presentar tanto el marco normativo referente a esta materia, como el debate jurídico sobre las propuestas gubernamentales para ampliar el ámbito de aplicación de la pena de muerte en el Perú.
García Cavero plantea y discute los argumentos expuestos, primero, en las propuestas de reforma del Partido Aprista y del Gobierno, las que son similares por la orientación aprista de este último; y, segundo, en el proyecto del grupo parlamentario del partido Unidad Nacional. Este análisis crítico lo lleva a afirmar que mediante la pena de muerte no se solucionará el problema de la criminalidad violenta, ni de la sexual y a plantear que lo que se impone es hacer más eficaz la persecución penal, mejorando las condiciones personales y materiales en las que los fiscales y jueces desarrollan sus labores.
Salmón analiza el Proyecto Nº 669/06-PE en la perspectiva de la Convención Interamericana de Derechos Humanos. Sus apreciaciones parten de la constatación de que en el derecho internacional de derechos humanos existe actualmente una clara orientación abolicionista. Tendencia que es el resultado tanto de la adopción de diversos tratados mundiales y regionales, como de una concepción más amplia y garantizadora del derecho a la vida. En su opinión, la adopción de dicho proyecto supone la denuncia de la convención interamericana mencionada, lo que limitaría «el derecho constitucional de los peruanos a contar con un mecanismo efectivo de protección de sus derechos humanos en el ámbito internacional».
Cancio Meliá, en lugar de abordar la pena de muerte como institución punitiva, prefiere plantear la problemática de esta sanción cuestionando la orientación del derecho penal en el que se trata de introducir o ampliar su aplicación. Esto le permite interrogarse sobre cuál es la política criminal que hace posible la actual evolución, y si cabe ubicar los proyectos de reforma constitucional y legislativa en el Perú favorables a la pena de muerte en la evolución político–criminal de los países pertenecientes al denominado mundo occidental. De esta manera, constata que la política peruana en favor de la pena de muerte se inscribe en la orientación de reforzar la represión para luchar contra los delincuentes calificándolos de enemigos. De manera convincente, termina afirmando que si las propuestas que promueven la pena de muerte son adoptadas en el Perú, se abriría «una brecha mortal en el edificio del Estado de derecho».
Guzmán Dalbora reflexiona sobre el supuesto efecto de intimidación de la pena de muerte, la índole irrevocable e irreparable de esta pena, así como sobre si se le debe considerar como recurso insustituible para satisfacer la seguridad colectiva. En este contexto, plantea así mismo la cuestión de las consecuencias morales, políticas y económicas que acarrea el mantenimiento de su aplicación.
Montano Gómez, desde una rigurosa perspectiva católica, pasa seriamente revista a la posición de la Iglesia respecto de la pena de muerte. Apoyándose en los textos católicos capitales y en el pensamiento de sus intérpretes, estudia los argumentos religiosos expuestos por los autores de los proyectos peruanos. De esta manera, logra presentar con claridad la utilización que se hace de dichos criterios.
Décaux, como internacionalista, expone la temática de la pena capital en la perspectiva del derecho internacional. Lo que le permite revisar los diversos convenios relativos a esta pena, los mismos que constituyen un enriquecimiento de dicho derecho y demuestran la tendencia a reforzar el respeto de los derechos humanos. Destaca de manera correcta que el tratamiento de la pena de muerte haya sido considerado durante mucho tiempo como un dominio sometido solo a la soberanía interna de los Estados, únicos competentes para adoptar una determinada política criminal y regular el arsenal punitivo que consideran necesario. Frente a este orden público interno, coloca el orden público internacional, el mismo que permite hoy en día cuestionar la legitimidad de la decisión de un Estado de prescribir la pena de muerte.
Téllez Aguilar plantea, desde una perspectiva histórica, filosófica y dogmática amplia, la política criminal que debe adoptarse con miras a lograr una reacción social humana y eficaz. Con este objeto, pasa revista a las diversas perspectivas que se plantean en la actualidad, sin olvidar el pensamiento de los clásicos del derecho penal como Carrara. Lo que le hace exigir mayor racionabilidad en los argumentos y en las soluciones imaginadas y, por tanto, condena toda reacción visceral ante la criminalidad grave. Sobreentendiendo la Ley del Talión, recuerda que el lema debería ser el de «muerte a la pena de muerte».
Patterson describe la evolución de las ideas y políticas relativas a la pena de muerte en los Estados Unidos de Norteamérica y en Europa, así como las interrelaciones que se han dado a lo largo de esta evolución. Con esta finalidad, recurre a los planteamientos de Ryan Goodman y Derek Links, según los cuales la difusión internacional de los derechos humanos se ha producido mediante el recurso a lo que ellos llaman aculturación y no mediante medidas coercitivas. Esta perspectiva, en su opinión, permite comprender mejor las semejanzas existentes en el desarrollo de las ideas en los Estados Unidos y Europa, debido a que ella toma en cuenta las presiones sutiles ejercidas para que los primeros respeten los derechos humanos. Además, Patterson describe la manera como ha sido utilizada la pena de muerte en Europa y en los Estados Unidos, destacando las semejanzas más importantes. Du Puit ha traducido y presentado brevemente la Ley constitucional francesa Nº 2007-239 del 23 de febrero 2007, relativa a la prohibición de la pena de muerte. Sus comentarios ponen en evidencia los alcances significativos de este decisivo paso de los legisladores franceses con miras a la abrogación definitiva de la pena capital. Paso que tendrá con seguridad repercusiones en los otros países, así como a nivel internacional.
Hurtado Pozo se limita a insertar un trabajo antes publicado y referente a la historia de la pena de muerte en el Perú. Lo ha completado teniendo lo acontecido en los últimos años. Esta modificación es parcial debido a que en algunas de las contribuciones se exponen los diversos y últimos intentos de reintroducir la pena de muerte en el Código Penal peruano y de ampliar su ámbito de aplicación mediante la modificación de la Constitución. La contribución de Hurtado Pozo es útil en la medida en que presenta la perspectiva histórica, sin la cual no es posible una comprensión de lo que sucede en el presente. La importancia y amplitud del debate generado por las propuestas favorables a la pena de muerte se revelan con firmeza en los sendos pronunciamientos expresados por diversas instituciones nacionales. Por el papel que desempeñan en la actividad jurídica, profesional y académica, hemos considerado indispensable integrar en el presente volumen la toma de posiciones de la Defensoría del Pueblo, el informe del Colegio de Abogados de Lima y los comentarios del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Así mismo y para facilitar la lectura de algunos de los textos publicados, hemos estimado práctico integrar como anexos los proyectos de ley peruanos, al origen de la discusión sobre la pena de muerte. Cierra el volumen una amplía bibliografía constituida por cada una de las listas de libros que los autores han consultado y citado en sus trabajos. De este modo, se han simplificado las notas de pie de página.
Una vez más, debemos agradecer, primero, a todos los autores de los artículos publicados; segundo, a la Pontificia Universidad Católica del Perú y a la Universidad de Fribourg (Suiza) por su ayuda invalorable, prestada en el marco del convenio que las une. Sin la contribución del Fondo Editorial de la primera Universidad y el apoyo constante y serio de Joseph du Puit y Claudia Hurtado Rivas, no hubiéramos podido culminar con la preparación de esta publicación.
José Hurtado Pozo
(Fribourg, 30 de noviembre 2007)