Miedo al delito, medios de comunicación y política criminal

Sumario

  1. Introducción
  2. La seguridad y el miedo al delito
  3. El papel de los medios de comunicación
  4. Paradojas de la política criminal «mediática»

La numeración del artículo se ha adaptado al formato de la revista DPPC. El artículo original está disponible en formato PDF.

Introducción

En noviembre de 2017 se cumplieron veinte años de la entrada en vigor del llamado «código penal de la democracia»1. Pese a tratarse de un código relativamente reciente, son muchas y de calado, las variaciones que ha experimentado. En total, son 27 las ocasiones en las que el texto punitivo ha sido reformado2 y, salvo honrosas excepciones —como las leyes orgánicas 7/1998 y 3/2002, que, respectivamente, atenúan las consecuencias penales o descriminalizan las conductas relacionadas con el incumplimiento del servicio militar y de la prestación social sustitutoria—, invariablemente los cambios introducidos han servido para agravar las consecuencias jurídicas de las conductas tipificadas o para incorporar nuevas infracciones.

Atendiendo al contenido de las reformas, pocos son los ámbitos que han podido escapar a un, sin duda, desmedido afán reformista. A las tres modificaciones de alcance general —operadas en 20033, 20104 y 20155 — se le suman los cambios efectuados en numerosas materias (violencia callejera6, libertad sexual7, violencia de género8, armas químicas9, corrupción de agentes públicos extranjeros10, extranjería11, terrorismo12, sustracción de menores13, funcionamiento de la Democracia14, cumplimiento de la penas15, seguridad ciudadana16, explosivos17, salud pública en relación con el dopaje en el deporte18, seguridad vial19, aborto20, delitos electorales21 y delitos contra la Hacienda Pública y la Seguridad Social22) que hacen que, en el texto actual, sean muy difíciles de identificar alguna de las previsiones originales. Como es fácil imaginar, esta descomunal actividad legislativa en un texto que, por definición, debe aspirar a cierta estabilidad y permanencia, puede ocasionar importantes problemas de determinación de la ley penal aplicable y, lógicamente, merma la seguridad jurídica que el principio de legalidad está llamado a garantizar. No es esta, sin embargo, la seguridad que parece importar.

En efecto, un rápido repaso de las explicaciones que se ofrecen para justificar las modificaciones que se han introducido permite constatar que, en ocasiones, han venido impuestas por compromisos internacionales que obligan a la incorporación de determinadas medidas; sin embargo, es frecuente que, bajo este pretexto, se incorporen medidas que desbordan tales exigencias. Otras veces, en cambio, según se nos dice, las reformas resultan necesarias para acompasar las normas a la nueva realidad social, aunque, realmente, y sin desconocer los cambios sufridos por la sociedad española en los últimos tiempos, cuesta creer que sirvan para justificar, a mi juicio, este exagerado número de variaciones. Este escepticismo se acrecienta si se toma en consideración que no faltan supuestos en los que la reforma se ha limitado a enmendar una decisión a la mantenida poco antes, eso sí, por los adversarios políticos. Un buen ejemplo de esta práctica lo constituye la tipificación de las conductas relacionadas con la convocatoria de referéndum23. Tampoco faltan las reformas que obedecen a la necesidad de introducir mejoras técnicas o corregir desajustes, ni qué decir tiene que buena parte de los errores o las disfunciones ocasionadas podrían haberse evitado si los cambios adoptados, lejos de ser fruto de la celeridad y la improvisación, fueran el resultado de una decisión meditada tras un proceso de evaluación de las necesidades reales de intervención penal y de las distintas alternativas político-criminales existentes. Lamentablemente, parece prioritario dar una respuesta rápida, aunque ello suponga obviar el análisis detenido del impacto que supondrá la modificación y se desdeñen, asimismo, las consecuencias que pueden derivar de la adopción precipitada de medidas penales.

A mi modo de ver, es la situación aquí meramente apuntada la que debería generar inquietud. Sin embargo, parecen ser otros los motivos de preocupación. Al respecto piénsese que, en no pocos casos, como permite concluir la lectura de las exposiciones de motivos que, de existir24, preceden a las disposiciones normativas, el legislador se escuda en una demanda social que, al parecer, solicita una mayor intervención penal como mecanismo eficaz para garantizar una mayor seguridad. Así, puede leerse que la intensificación de la respuesta penal en relación con los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales obedece a «requerimientos de la sociedad, alarmada por la disminución de protección jurídica que se ha producido» en alusión a la reforma que en este ámbito se introdujo en el Código Penal de 199525. También se encuentran alusiones a la «perplejidad e indignación social»26 y a la «evidente alarma social»27 cuando se trata de fundamentar el reproche penal o su endurecimiento. Es precisamente esta invocación de las reivindicaciones sociales la que obliga a detenernos en la génesis de esa intranquilidad y, más concretamente, en la influencia que pudiera ejercer el tratamiento de las noticias relacionadas con la delincuencia en los medios de comunicación. Cuestiones estas de las que paso a ocuparme a continuación.

La seguridad y el miedo al delito

Rechea Alberola, Fernández Molina y Benítez Jiménez (2004, p. 65)28 sitúan la inauguración de la política criminal complaciente con las presuntas ansias punitivistas en 2001, cuando el Partido Socialista Obrero Español utilizó el incremento de las tasas de delincuencia y la inseguridad ciudadana como ejemplo de la ineficacia de la gestión del Partido Popular, entonces en el gobierno. La reacción no se hizo esperar y, en una vorágine sin precedentes, aprobó cinco reformas del código penal, tres de ellas con la declarada aspiración de dar respuesta a las demandas sociales de mayor rigor penal. En la primera, ley orgánica 7/2003, del 30 de junio, se afirma que «la sociedad demanda una protección más eficaz frente a las formas de delincuencia más graves». La segunda, la ley orgánica 11/2003, del 29 de setiembre, nace con la vocación, confesada en la exposición de motivos, de fortalecer la seguridad ciudadana, aunque para ello la única medida que se adopta es conferir de una eficacia extraordinaria a la agravante de multirreincidencia. Por último, la ley orgánica 15/2003, del 25 de noviembre, explica el incremento punitivo que se produce en «las acuciantes preocupaciones sociales con el fin de conseguir que el ordenamiento penal de una respuesta efectiva a la realidad delictiva actual».

Desde entonces son numerosas las ocasiones en las que la seguridad ha centrado el debate político. La adopción de medidas que pretenden mantener bajo control las tasas de delincuencia proporciona un claro rédito político y, además de tener una repercusión mediática significativa, resulta mucho más económica que la implementación de campañas de prevención de la delincuencia que, al abordar las causas, y no solo sus síntomas, pudieran ser más eficaces; aunque, eso sí, la obtención de resultados no es tan inmediata. Como es lógico, admitir que pueda existir un uso pervertido del derecho penal, no impide reconocer el interés, absolutamente legítimo, que el tema suscita. Al respecto, piénsese que la seguridad se ha erigido en uno de los principales criterios para asegurar la calidad de vida. Esta innegable trascendencia explica que, invariablemente, en los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas, la seguridad, o por mejor decir, su falta, sea una de las principales preocupaciones de los ciudadanos españoles, tan solo superada por el desempleo y los problemas relacionados con la grave crisis económica cuyos efectos aún se dejan sentir en nuestro país.

Reconociendo, por tanto, que la inseguridad ciudadana es un grave problema social, no deja de ser sorprendente que algo que genera tanta inquietud resulte tan difícil de definir y aún más complejo de delimitar de expresiones de análogo significado como «seguridad pública», «orden público», «paz pública», «seguridad personal» o «seguridad de los habitantes». Tanto es así que ni la propia ley dirigida a su protección29 contenía una definición. Esta deficiencia ha sido subsanada por la ley orgánica 4/2015, del 30 de marzo, que establece en su preámbulo que la seguridad ciudadana «es la garantía de que los derechos y libertades reconocidos y amparados por las constituciones democráticas puedan ser ejercidos libremente por la ciudadanía y no meras declaraciones formales carentes de eficacia jurídica». Y, por esa razón, la seguridad ciudadana «se configura como uno de los elementos esenciales del estado de derecho». Aboga esta ley, además, por un concepto material de seguridad ciudadana que, por otra parte, es el que viene siendo manejado por el Tribunal Constitucional desde la temprana sentencia 33/82 del 8 de junio. Según esta concepción, la seguridad ciudadana es la «actividad dirigida a la protección de personas y bienes y al mantenimiento de la tranquilidad de los ciudadanos». Interesa destacar la alusión —no tan inofensiva como en principio pudiera parecer— al mantenimiento de la tranquilidad de los ciudadanos, por cuanto una de las acepciones de la tranquilidad es la ausencia de miedo.

Como es sabido, viene siendo habitual distinguir entre inseguridad objetiva —tasas de delincuencia— e inseguridad subjetiva, que engloba tanto la preocupación por el delito como problema social como el miedo al delito, esto es, el temor personal a ser victimizado30. Como bien se conoce, ambas perspectivas funcionan de manera independiente respecto de la seguridad ciudadana objetiva, razón por la que se ha llegado a afirmar que carece de un sustrato real31. En otros términos, y con las cautelas que derivan de la dificultad de medir ambas magnitudes, los estudios permiten concluir que no existe una correlación directa entre las variaciones que experimentan las tasas reales (conocidas) de delincuencia y las fluctuaciones que se producen en la percepción que se tiene del fenómeno criminal (Serrano Gómez & Vázquez González, 2007, p. 23). Ello obedece, como han puesto de manifiesto Vozmediano, San Juan y Vergara (2008), a que tanto la preocupación por el delito como el miedo al delito, al tratarse de experiencias emocionales, dependen de la manera en que se procese la información y se interprete la realidad a partir de los elementos que proporciona el entorno (Vozmediano, San Juan & Vergara, 2008).

De ahí que no debe extrañar que, junto a factores sociales, ambientales o personales —edad, sexo, pertenencia étnica, lugar de residencia, situación socioeconómica, victimización previa, etcétera— (Berenguer, 1989; Garófalo, 1973, p. 839; Killias & Clerici, 2000) haya un alto grado de consenso en señalar la importante influencia que ejercen los medios de comunicación en la génesis de la sensación de intranquilidad. En efecto, el constante relato —en ocasiones, sesgado, parcial y distorsionado— de hechos constitutivos de delito contribuye de manera decisiva a la creencia de que la inseguridad es mayor ahora que cuando la información sobre los delitos no gozaba del innegable protagonismo que ostenta en la actualidad (Eschholz, 1997; Fuentes Osorio, 2005; García Arán, 2008; Heath, 1984; Romer, Jamieson & Aday, 2003; Rico & Salas, 1988; Ruizdíaz, 1997; Soto Navarro, 2005; Varona Gómez, 2011).

Del mismo modo, quienes se han ocupado del tema coinciden en señalar que tanto la preocupación por el delito como el miedo a este —fundado o no— constituyen un problema social real. Incluso, se ha llegado a evidenciar que puede ser más grave que el propio riesgo de victimización (Rico & Salas, 1988, p. 15; Ruizdíaz, 1997, p. 65; Warr, 1994), atendidas las trascendentes consecuencias personales y sociales que pueden derivar de este temor. Para dar una idea de la magnitud del problema, basta con destacar que, según se extrae de la amplia bibliografía existente al respecto (García-Pablos De Molina, 1989, p. 49; Goldstein, 1987; Skogan, 1986), supone un aislamiento de las personas, el abandono y progresiva degradación de espacios públicos, un mayor riesgo de conductas violentas, la modificación sustancial de estilos de vida, la estigmatización de grupos considerados peligrosos (jóvenes con escasos recursos económicos, extranjeros, vagabundos, etcétera), la adopción de medidas de protección personal y, lo que más interesa destacar, provoca la demanda social por mayor seguridad, que puede verse plasmada, como sucede, en decisiones político-criminales desacertadas o, cuanto menos, cuestionables.

El papel de los medios de comunicación

El determinante papel que juegan los medios de comunicación en el origen del sentimiento de inseguridad no parece pueda cuestionarse a la vista de los diversos estudios que se han realizado y que permiten concluir que, con independencia de las variaciones en las tasas oficiales de la delincuencia, la seguridad ciudadana aumenta en proporción a la atención mediática que se le dispense al fenómeno criminal (Rechea, Fernández & Jiménez, 2004, p. 63; Rechea & Fernández, 2006; Soto Navarro, 2005, p. 36; García Arán & Peres-Neto, 2009, p. 271; Varona Gómez, 2009, pp. 16-17). Así parece confirmarlo el hecho de que cuando se aprobó el código penal, en noviembre de 1995, el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas de ese mismo mes reflejaba que el problema más preocupante para los españoles era la corrupción política, seguido del asunto de De la Rosa y Conde sobre la Casa Real y el terrorismo de ETA. Entre las noticias que menos preocupaban a la ciudadanía estaban, curiosamente, la aprobación del nuevo código penal y la delincuencia e inseguridad; en concreto, la inseguridad ciudadana ocupaba el octavo puesto de una lista de trece problemas. Unos años más tarde, en el barómetro de diciembre de 2002 cuando, como se recordará, el discurso de la seguridad ya se había instalado en la discusión política y se había incrementado considerablemente el número de noticias relacionadas con hechos delictivos en los medios de comunicación, la inseguridad ciudadana ya aparece en tercer lugar, por detrás del paro y del terrorismo de ETA, y el 45% de los entrevistados mostró su convencimiento de que la situación en 2003 iba a empeorar.

Vemos, por tanto, que los mass media tienen la capacidad de decidir qué temas merecen relevancia social y es ahí, como apunta Cuerda Riezu, donde radica su verdadero poder (2001, p. 191). En la sociedad actual, lo no divulgado simplemente no existe. Esta facultad de condicionar y determinar las prioridades sociales, conocida como agenda setting, no ha pasado inadvertida para el legislador que, en la primera reforma que experimentó el código penal para incriminar la llamada violencia callejera, tras afirmar que el problema «se ha constituido en uno de los fenómenos más relevantes para la convivencia ciudadana a lo largo de los últimos años», reconoce que, entre otros foros de reflexión y debate político y social, han sido, precisamente, los medios de comunicación los que «han dejado constancia de la gravedad de esta nueva forma de terrorismo, dada su extraordinaria capacidad para alterar la paz social»32.

A la capacidad de determinar lo socialmente relevante —y, en consecuencia, de obviar asuntos que pudieran suscitar el interés general— se une la posibilidad de ofrecer una determinada —y frecuentemente interesada— interpretación del tema de que se trate. Como es fácil deducir, el framing o encuadre que se le dé a las noticias va a condicionar la formación de la opinión pública. En cuanto a la delincuencia, la exposición mediática de determinados hechos ha contribuido a crear una imagen distorsionada de ella. En este sentido afirma Fuentes Osorio que el protagonismo otorgado, dirigido a garantizar la atención de la audiencia, «se plasma en una información que, tanto respecto al fenómeno criminal como sobre las propuestas de solución, es inexacta, poco plural y adulterada por los intereses particulares de los medios y de aquellos que los controlan» (Fuentes Osorio, 2005, p. 3)33. Además, este tratamiento ha servido, como ha puesto de manifiesto Varona Gómez, para consolidar ciertas creencias. En concreto, que la delincuencia está en constante aumento, que es violenta y que el sistema es excesivamente benévolo (Varona Gómez, 2011, pp. 6-7). En este contexto, no es difícil de entender lo que se ha dado en llamar «populismo punitivo». La dificultad, por el contrario, estriba en el poder —y la voluntad— de desmontar estos mitos.

Lamentablemente, de poco parecen servir los datos que pueden facilitarse al respecto y que, por un lado, sitúan a España como el tercer país más seguro de la Unión Europea, con una tasa de criminalidad de 44,8 delitos y faltas por cada 1000 habitantes; y, por otro, desmiente la supuesta benignidad de nuestro sistema de justicia penal. Al respecto cabe señalar que, según refleja el III Barómetro de la actividad judicial, un porcentaje elevado de la población considera que los delincuentes no son tratados con la severidad que merecen34. Ese convencimiento, sin duda, contrasta con el Informe SPACE 2012, presentado por el Consejo de Europa35, en el que figura que la media de condena de los presos españoles es de 19,1 meses, lo que supone el doble de la media europea, que se sitúa en 10,4 meses. Es más, el 20% de los encarcelados se enfrenta a penas superiores a diez años. Casi el 50 % (exactamente el 47,8) cumple condenas superiores a cinco años, cuando la media en Europa es entre uno y tres años. Por eso, a pesar de la creencia popular, ostentamos el dudoso honor de ser el tercer país de la UE con las condenas más extensas.

En definitiva, así las cosas, parece obligado concluir que no existe más realidad que la percibida.

Paradojas de la política criminal «mediática»

Evidentemente, la situación brevemente descrita no es responsabilidad —o, al menos, no lo es en exclusiva— de los medios de comunicación. Más parece, como apuntan Rechea Alberola, Fernández Molina y Benítez Jiménez, que se ha generado una relación compleja en la que los partidos políticos también se ven influidos por lo que los medios difunden acerca del sentir popular (Rechea, Fernández & Benítez, 2004, p. 67). Y, no puede desconocerse que, en otras ocasiones, son estos quienes filtran la información que les interesa difundir, silenciado aquellos aspectos que podrían provocar una reacción adversa. Un ejemplo reciente lo encontramos con la reforma operada por medio de la ley orgánica 7/2012, del 27 de diciembre, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la seguridad social. Cuando se aprobó el anteproyecto de ley, las modificaciones que entonces se pretendía introducir fueron presentadas como un endurecimiento de las consecuencias de este tipo de fraudes, elevando la pena y ampliando el plazo de prescripción36, cuando lo cierto es que estas medidas están previstas únicamente para los supuestos más graves. Por el contrario, nada se dijo respecto del cambio de naturaleza jurídica de la regularización tributaria y las consecuencias que del mismo derivan. Y muy parca fue, asimismo, la información sobre los extraordinarios efectos atenuantes que se le reconocen a quien normalice su situación tributaria. Tan solo un diario digital, una vez aprobada la reforma, y contrastando la nueva regulación de estas infracciones con la incriminación del cobro indebido de cualquier prestación, con independencia de su cuantía, advirtió de la situación creada, titulando gráficamente la noticia «Doble rasero en la persecución del fraude»37.

Este caso constituye una muestra de los vínculos entre poder político y medios de comunicación, a lo que debe unírsele el público al que uno y otros se dirigen. Esta relación triangular, que se retroalimenta, lleva a Varona Gómez a plantear si son los medios los que, en defensa de sus propios intereses o dinámicas, elevan la atención sobre la delincuencia sensibilizando a la opinión pública y provocando la reacción de los representantes políticos o, si por el contrario, son los políticos quienes se sirven de los medios y a través de estos crean un clima proclive a sus propuestas o, finalmente, si los medios únicamente se limitan a recoger aquellos temas que de verdad preocupan a la ciudadanía (Varona Gómez, 2011, p. 8). Ciertamente, no es fácil decantarse por alguna de las tres alternativas. Da idea de la complejidad del tema las distintas opiniones que se han mantenido al respecto (Castaño Tierno, 2014). Así, mientras para Fuentes Osorio la realidad criminal que ofrecen los medios «influye en la política legislativa, ya que son factores de presión sobre los agentes políticos, que se ven obligados a reaccionar de forma inmediata y contundente con una ley penal» (Fuentes Osorio, 2005, p. 4), para Rechea Alberola y Fernández Molina, «es imposible mantener que los medios se hayan convertido en los principales factores del rumbo de la política criminal, ya que en realidad son los partidos políticos los que se sirven de ellos para centrar el debate público» (2006, p. 34). No puede descartarse tampoco que concurran en esta problemática todos y cada uno de estos factores.

En cualquier caso, interesa destacar que la evanescente alarma social —real o inducida— ha servido de excusa para introducir algunas reformas que ponen en serio compromiso determinados postulados garantistas y no con el fin, como ha denunciado González Cussac, de reducir el delito, sino de calmar a la población y conformar la creencia social de que el Estado actúa y resuelve (González Cussac, 2006, p. 65). En parecidos términos se pronuncia Díez Ripollés, para quien únicamente se persigue «disminuir las generalizadas inquietudes sociales sobre la delincuencia» (Díez Ripollés, 2004, 2002). Me temo, sin embargo, que a las críticas que, sin duda, merece una política de marcado sesgo securitario (Díaz & Faraldo, 2002; Díez Ripollés, 2004, 2002, p. 80; González Cussac, 2004; Maqueda, 2003, 2004), debe sumársele ahora la de la incompetencia.

En efecto, en 2005 se realizó la Encuesta Europea de Delito y Seguridad y reveló que, aunque España es un país con un bajo riesgo de victimización, el miedo al delito es alto. Ocupamos el puesto sexto de diecinueve países. Es más, en 2006, cuando ya habían cuajado las reformas supuestamente tendentes a calmar las demandas sociales de mayor intervención penal aprobadas en 2003, el 23,2% de los encuestados señaló la inseguridad ciudadana como principal problema de nuestro país y eso a pesar de que las tasas de delincuencia llevan 25 años en constante descenso. No parece, pues, que se haya alcanzado el objetivo propuesto. Pero es que, además, resulta obligado traer a colación las declaraciones del ministro del Interior quien, en febrero de 2015, en una intervención en el Congreso, afirmó que la criminalidad bajó en 2014, y que ya en 2013 había supuesto un hito puesto que retrotraía la actividad de los delincuentes diez años y los colocaba en los niveles, precisamente, de 200338. Ante estas palabras, al menos son dos —e igual de inquietantes— las reflexiones que cabe hacer. La primera es que si ahora se alardea de las tasas de delincuencia de 2003 parece razonable inferir que la realidad delictiva de aquel momento en modo alguno justificaba la hiperactividad legislativa de la que ha quedado constancia. En segundo lugar, tampoco resulta fácil de explicar que, en paralelo a la exhibición de esas cifras como muestra de una gestión eficaz, se estuviera tramitando una reforma del Código Penal que, como es de sobra conocido, incide en esa línea represiva en la que la introducción de la prisión permanente revisable es el ejemplo más visible, pero, por desgracia, no el único. En ambos casos la conclusión es única: el recurso al derecho penal con fines espurios.

Tal vez esa sea esa perversión y, como ha apuntado Tamarit Sumalla, la adopción de una política criminal caracterizada por «la inestabilidad normativa y la dificultad de detectar tendencias de fondo que vayan más allá de los impulsos coyunturales y de las dinámicas propias de la política partidaria» (Tamarit Sumalla, 2007a, p. 3) sea lo que explique que, teniendo unas tasas de criminalidad relativamente bajas —el tercer país más seguro de la Unión Europea, recordemos—, seamos el cuarto país con mayor número de población penitenciaria de Europa y que tengamos un total de 147,3 presos por cada 100 000 habitantes, cuando la media europea se sitúa en 62,8. Por otro lado, preciso es advertirlo, no deja de ser contradictoria esta permanente reivindicación de un mayor intervencionismo punitivo y de una mayor severidad en la respuesta penal cuando, simultáneamente, la administración de justicia sufre un considerable descrédito39. Los datos que arroja el III Barómetro de la actividad judicial no pueden ser más elocuentes. En efecto, en atención a lo que allí se refleja, España es uno de los países europeos en los que los ciudadanos tienen una peor imagen sobre el funcionamiento de la administración de justicia. En 2012 llegó a su máximo histórico y para el 65% de los ciudadanos funciona mal o muy mal. En 2014, aunque la opinión ha mejorado, el 50% sigue teniendo esa creencia (Rechea, Fernández & Benítez, 2004).

A ello se une, para ensombrecer más, si cabe, este panorama, que ha ido calando en la sociedad el discurso de que la pena privativa de libertad no cumple su cometido de resocialización, esgrimiendo como principal argumento para ello las altas tasas de reincidencia cuando, una vez más, la realidad es distinta. En efecto, un estudio publicado en 2015 demuestra que, aunque en 2008 el número de reincidentes se situó en 40,3% de las personas excarceladas, en 2010 se ha producido una mejora y ha reincidido el 30,2%40. Con independencia de estos datos, esa asentada creencia contrasta con la incapacidad de buscar alternativas y el permanente reclamo de más y mayores penas, peticiones que, de ser atendidas, en nada contribuyen a paliar uno de nuestros males endémicos: la saturación, por no decir, auténtico colapso de nuestro sistema de justicia penal, reconocido implícitamente en 2010 por el propio legislador, que, recogiendo una práctica judicial asentada, otorgó efectos atenuantes de la responsabilidad criminal a las dilaciones indebidas en el proceso.

De este modo, la desconfianza en la Administración de Justicia y su atribuida incapacidad de dar una respuesta rápida y eficaz al problema de la delincuencia constituye, a su vez, un importante factor generador de miedo al delito (Rico & Salas, 1988, p. 43; Thomé, 2004, p. 57). Se establece así un peligroso círculo vicioso perfectamente definido, pero muy difícil de romper o, en el peor de los casos, interesadamente mantenido por quienes persiguen la obtención de rendimientos políticos, e incluso económicos, a corto plazo (Curbert, 2005). Ahora bien, mucho me temo que esta situación no va a cambiar mientras confluyan el interés público en estos temas —mayor cuanto más morbo despierte el tratamiento de las noticias—, unos medios de comunicación que, como empresas que son, están sometidos a las leyes que disciplinan el mercado y a los que se les impele no ya solo a informar, sino a hacerlo, además, de forma entretenida y, finalmente, unos representantes políticos que no dudan en poner en jaque los principios sobre los que se asienta todo Estado democrático y de derecho con tal de obtener los votos de un sector de la población que —ya sea por convencimiento propio, ya sea por factores exógenos— sigue creyendo, con inusitada contumacia, que a mayor pena, menor número de delitos.

En este contexto, y puesto que de señalar paradojas se trata, no puede dejar de denunciarse la ironía que supone que se adopten medidas que cercenan derechos y garantías del ciudadano frente al poder punitivo del Estado y que se haga invocando la demanda social. Ilustrativas me parecen las palabras que el preámbulo de la ley orgánica 1/2015, del 30 de marzo, dedicado a justificar la introducción de la prisión permanente revisable en nuestro catálogo de penas. Según lo que allí se nos dice, «la necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de Justicia hace preciso poner a su disposición un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles que, además, sean percibidas en la sociedad como justas. Con esta finalidad, siguiendo el modelo de otros países de nuestro entorno europeo, se introduce la prisión permanente revisable para aquellos delitos de extrema gravedad, en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido». Se viene así a complacer la reivindicación de las víctimas, cuyo discurso —como han puesto de manifiesto García Arán y Peres-Neto— atendido por los medios de comunicación, condiciona el debate puesto que, por definición, mantienen «una posición parcial y poco favorable a la racionalidad» (García Arán & Peres-Neto, 2009, p. 288)41. Innecesario debería ser tener que recordar, como ha afirmado Vives Antón, que «el fin de la pena no es curar las heridas que el delito produjo» (Vives Antón, 2008, p. 267). Pero, si ya es grave este patente olvido, y aun reconociendo que la frase reproducida es merecedora de más comentarios de los que aquí se está en condiciones de efectuar, vincular la necesidad de esta pena a la previsibilidad de las resoluciones judiciales y a la percepción social de justicia —más difusa aún, si cabe, que la de seguridad— no deja de ser grotesco. De no ser por la gravedad del tema, podría pensarse que se trata de una burla que, en el mejor de los casos, esconde la incapacidad para resolver el binomio seguridad- libertad desde una perspectiva integradora, abandonando, así, el tradicional enfoque antagónico que se le ha dado. Claro que transitar por esta vía es una tarea mucho más compleja. Parece, pues, que el código penal convertido ya, como con acierto señala González Cussac, en una «compilación de leyes penales» (González Cussac, 2015, pp. 18, 26), esté abocado a seguir soportando reformas. Se trata, en conclusión, de cambiar todo para que, en el fondo, todo siga igual.

Notes:
  • 1

    Ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, BOE, núm. 281, del 24 de noviembre de 1995.

  • 2

    No se tienen en cuenta en este cómputo ni la ley orgánica 5/2000, del 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (BOE núm. 11 de 13 de enero de 2000) que, en la disposición final quinta deroga la disposición transitoria duodécima de la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del código penal, ni la ley orgánica 3/2003, del 21 de mayo, complementaria de la Ley reguladora de los equipos conjuntos de investigación penal en el ámbito de la Unión Europea, por la que se establece el régimen de responsabilidad penal de los miembros destinados en dichos equipos cuando actúen en España que, en su artículo único, extiende a estos sujeto el régimen de responsabilidad penal al que están sometidos las autoridades y sus agentes y los funcionarios públicos españoles y que, asimismo, les otorga idéntica protección penal.s

  • 3

    Ley orgánica 7/2003, del 30 junio, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas (BOE, núm. 156, del 1 de julio de 2003) y ley orgánica 15/2003, del 25 de noviembre, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal (BOE, núm. 283, del 26 de noviembre de 2003).

  • 4

    Ley orgánica 5/2010, del 22 de junio, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal (BOE, núm. 152, del 23 de junio de 2010).

  • 5

    Ley orgánica 1/2015, del 30 de marzo, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal (BOE, núm. 77, del 31 de marzo de 2015).

  • 6

    Ley orgánica 2/1998, del 15 de junio.

  • 7

    Ley orgánica 11/1999, del 30 de abril, de modificación del título VIII del libro II del Código Penal, aprobado por ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre (BOE, núm. 104, del 1º de mayo de 1999).

  • 8

    Ley orgánica 14/1999, del 9 de junio, de modificación del Código Penal de 1995, en materia de protección a las víctimas de malos tratos y de la ley de enjuiciamiento criminal (BOE, núm. 138, del 19 de junio de 1999), ley orgánica 11/2003, del 29 de setiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros (BOE, núm. 234, del 30 de setiembre de 2003) y ley orgánica 1/2004, del 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género (BOE, núm. 313, del 29 de diciembre de 2004).

  • 9

    Ley orgánica 2/2000, del 7 de enero, de modificación de la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal, en materia de prohibición del desarrollo y el empleo de armas químicas (BOE, núm. 8, del 10 de enero de 2000).

  • 10

    Ley orgánica 3/2000, del 11 de enero, de modificación de la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal, en materia de lucha contra la corrupción de agentes públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales (BOE, núm. 10, del 12 de enero de 2000).

  • 11

    Ley orgánica 4/2000, del 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social (BOE, núm. 10, del 12 de enero de 2000), ley orgánica 8/2000, del 22 de diciembre, de reforma de la ley orgánica 4/2000, del 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración (BOE, núm. 307, del 23 de diciembre de 2000) y ley orgánica 11/2003, del 29 de septiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros (BOE, núm. 234, del 30 de setiembre de 2003).

  • 12

    Ley orgánica 7/2000, del 22 de diciembre, de modificación de la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal, y de la ley orgánica 5/2000, del 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores, en relación con los delitos de terrorismo (BOE, núm. 307, del 23 de diciembre de 2000) y ley orgánica 2/2015, del 30 de marzo, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal, en materia de delitos de terrorismo (BOE, núm. 77, del 31 de marzo de 2015).

  • 13

    Ley orgánica 9/2002, del 10 de diciembre, de modificación de la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal, y del Código Civil, sobre sustracción de menores (BOE, núm. 296, del 11 de diciembre de 2002).

  • 14

    Ley orgánica 1/2003, del 10 de marzo, para la garantía de la democracia en los ayuntamientos y la seguridad de los concejales (BOE, núm. 60, del 11 de marzo de 2003).

  • 15

    Ley orgánica 7/2003, del 30 junio, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas (BOE, núm. 156, del 1 de julio de 2003).

  • 16

    Ley orgánica 11/2003, del 29 de setiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros (BOE, núm. 234, del 30 de setiembre de 2003).

  • 17

    Ley orgánica 4/2005, del 10 de octubre, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal, en materia de delitos de riesgo provocados por explosivos (BOE, núm. 243, del 11 de octubre de 2005).

  • 18

    Ley orgánica 7/2006, del 21 de noviembre, de protección de la salud y de lucha contra el dopaje en el deporte (BOE, núm. 279, del 22 de noviembre de 2006).

  • 19

    Ley orgánica 15/2007, del 30 de noviembre, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal en materia de seguridad vial (BOE, núm. 288, del 1 de diciembre de 2007).

  • 20

    Ley orgánica 2/2010, del 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo (BOE, núm. 55, del 4 de marzo de 2010)

  • 21

    Ley orgánica 3/2011, del 28 de enero, por la que se modifica la ley orgánica 5/1985, del 19 de junio, del régimen electoral general (BOE, núm. 25, del 29 de enero de 2011).

  • 22

    Ley orgánica 7/2012, del 27 de diciembre, por la que se modifica la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la seguridad social (BOE, núm. 312, del 28 de diciembre de 2012).

  • 23

    Ley orgánica 20/2003, del 23 de diciembre, de modificación de la ley orgánica del Poder Judicial y del Código Penal (BOE, núm. 309, del 26 de diciembre de 2003), que poco tiempo después fue derogada por la ley orgánica 2/2005, del 22 de junio, de modificación del Código Penal (BOE, núm. 149, del 23 de junio de 2005).

  • 24

    En dos ocasiones los cambios introducidos han estado ayunos de toda justificación. Son la ley orgánica 4/2000, del 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social y la ley orgánica 20/2003, del 23 de diciembre, de modificación de la ley orgánica del Poder Judicial y del Código Penal.

  • 25

    Exposición de motivos, ley orgánica 1/1999, del 30 de abril, de modificación del título VIII del libro II del Código Penal.

  • 26

    Exposición de motivos de la ley orgánica 7/2000, del 22 de diciembre de modificación de la ley orgánica 10/1995, del 23 de noviembre, del Código Penal y de la ley orgánica 5/2000, del 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores, en relación con los delitos de terrorismo.

  • 27

    Exposición de motivos de la ley orgánica 1/2004, del 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género.

  • 28

    Refleja, asimismo, esta polémica y el seguimiento que se hizo en prensa (Soto Navarro, 2005, p. 16).

  • 29

    Ley orgánica 1/1992, del 21 de febrero, sobre protección de la seguridad ciudadana.

  • 30

    Aunque se trata de dos conceptos estrechamente relacionados que, en ocasiones, se utilizan como sinónimos, no son totalmente coincidentes. Sobre tal cuestión, puede verse Serrano Gómez y Vázquez González, 2007, p. 25; Ruidíaz García, 1997, p. 65.

  • 31

    Como ha puesto de manifiesto García-Pablos De Molina (1988), de las encuestas de victimización se desprende que quienes más temen al delito son los menos victimizados. Que los delitos que más miedo desencadenan son los que menos se producen. Y que no siempre delinquen más las personas que más temor inspiran (p. 97).

  • 32

    Exposición de motivos de la ley orgánica 2/1988, del 15 de junio.

  • 33

    Denuncia asimismo la deformación que se produce (Soto Navarro, 2005, p. 36).

  • 34

    Puede consultarse en www.fundacionwolterskluwer.es/html/IIIBarometro.pdf (pp. 6-7).

  • 35

    http://wp.unil.ch/space/files/2011/02/Council-of-Europe_SPACE-II-2012_Final-report_140417.pdf.

  • 36

    Esto explica la coincidencia en el tratamiento mediático de la noticia. Ver, por ejemplo, El País («El gobierno endurece las penas de cárcel para defraudadores»), El Mundo («La pena por delito fiscal se eleva a seis años de cárcel y la prescripción a diez») y el ABC («La prescripción por delitos fiscales aumenta a diez años») del 11 de mayo de 2012; y La Razón del 14 de mayo («Seis años de cárcel por delito fiscal»). Artículos disponibles, respectivamente, en: http://economia.elpais.com/economia/2012/05/11/actualidad/1336735359_282313.html?rel=mas; www.elmundo.es/elmundo/2012/05/.../1336728822.html; www.abc.es/.../rc-prescripcion-delitos-fiscales-aumenta-20120; www.larazon.es/.../6269-seis-anos-de-carcel-por-delito-fiscal.

  • 37

    Puede verse el artículo en eldiario.es del 4 de febrero de 2013. Disponible en www.eldiario.es/.../Doble-rasero-persecucion-fraude_0_97640514).

  • 38

    Puede consultarse el texto completo de la noticia en http://www.lamoncloa.gob.es/serviciosdeprensa/notasprensa/mir/Paginas/2015/040215balancecriminalidad.aspx.

  • 39

    La opinión de la población sobre la administración de justicia puede verse en el X Barómetro delConsejo General del Poder Judicial, de 25 de septiembre de 2008, último disponible.

  • 40

    Tasa de reincidencia penitenciaria 2014. Informe elaborado por el área de Investigación y Formación Social y Criminológica del Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada de la Generalitat de Catalunya. Puede consultarse en www.ub.edu/geav/...6/.../tasa_reincidencia_2014_cast.pdf.

  • 41

    Sobre la influencia de las víctimas en la política criminal, puede verse Cerezo Domínguez, 2010.