Ministerio público y proceso penal
Conforme a la concepción del Estado de derecho y democrático, el Ministerio Público es y ha sido considerado una institución indispensable, en particular, respecto al sistema de control social. A lo largo de los años, se ha ido consolidando su lugar tanto en el sistema estatal como en el de la administración judicial, sobre todo en el ámbito penal. Las discrepancias que se presentaron sobre estos aspectos se debieron a la pluralidad y diversidad de funciones que se le atribuyen. La variedad de soluciones planteadas son y han sido condicionadas por la manera de concebir el Estado y la administración de justicia. Esto explica también que su organización y funcionamiento sean condicionadas por influencias políticas y económicas, lo que desnaturaliza muchas veces su papel de garante de la legalidad.
Desde la dación de la Constitución de 1979, la regulación del Ministerio Público se ha desarrollado y perfeccionado. Un factor decisivo ha sido el reconocimiento, expresamente hecho en la Constitución, de su independencia, autonomía y objetividad respecto a los demás poderes del Estado. Lo que debe reflejarse en los diferentes papeles que constitucionalmente ejerce: defensor del pueblo ante la administración pública, defensor de los derechos de los ciudadanos y de los intereses públicos tutelados por la ley, guardián de la independencia de los órganos judiciales y de la recta administración de justicia, titular de la acción penal y, por último, órgano ilustrativo de los órganos judiciales en los casos señalados en la ley.
En el dominio que nos interesa, esto significa que dichas características se reflejan en la libertad y responsabilidad con la que interviene en la administración de justicia y, en especial, en los procedimientos penales. Por esto, comportó un avance significativo que se le haya otorgado el monopolio de investigación y acusación. De acuerdo con el sistema procesal contradictorio, el Ministerio Público constituye una parte en el proceso; pero su misión va más allá de esta función, en la medida en que defiende los intereses garantizados por las leyes, promueve la acción de la justicia y garantiza la constitucionalidad y la legalidad. Sin embargo, a pesar de este rol general, debe considerarse que tiene los mismos derechos que los procesados: son «partes con derechos iguales».
En el marco de la regulación constitucional, se debe destacar que la actuación el Ministerio Público se rige por ciertos principios, que han sido ampliamente analizados y precisados en la jurisprudencia y en la doctrina. En cuanto a su organización jerárquica, prima el principio de la unidad, que significa que es único para todo el sistema estatal y que sus miembros, presididos por el fiscal de la nación, actúan en nombre del Ministerio Público y, por tanto, pueden ser reemplazados de acuerdo con las reglas legales. El principio de la autonomía implica que su actuación - comprendidas tanto la administración del personal como de la finanzas - no está sometida a otro órgano estatal, sobre todo al Poder Ejecutivo. Esta autonomía tiene un complemento interno fundamental: cada uno de los miembros del Ministerio Público tiene la libertad, a semejanza de los jueces, de ejercer sus funciones. No están obligados a seguir en sus apreciaciones procesales directivas especiales que provengan de sus superiores, a quienes les está prohibido impartirlas. De manera que deben actuar cuidándose solo de sujetarse a la Constitución, a las leyes y a las demás normas del orden jurídico. Una excepción existe, debido a las necesidades del buen funcionamiento institucional del Ministerio Público, respecto a las directivas o instrucciones de carácter general que emita la Fiscalía de la Nación.
Según el principio de la objetividad, los miembros del Ministerio Público deben actuar con imparcialidad, esto es cumplir su función pública y proteger los intereses públicos sin considerar intereses particulares. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, en el proceso penal, actuar con objetividad implica indagar los elementos que determinen y acrediten tanto la responsabilidad como la inocencia del procesado.
Para contribuir, aunque sea modestamente, en el análisis de las funciones del Ministerio Público en el proceso penal, hemos escogido esta temática como materia monográfica del presente volumen. Uno de los objetivos es ofrecer la ocasión para que algunos miembros del Ministerio Público presenten sus ideas sobre cuestiones relacionadas con sus labores. De esta manera, se puede aprovechar la experiencia práctica de muchos años de ejercicio funcional. Lamentablemente, no todos los invitados a colaborar pudieron concretizar sus contribuciones, debido sobre todo a la falta de tiempo y tranquilidad que acarrea la sobrecarga laboral. No obstante, en consideración a la calidad de las colaboraciones recibidas, creemos que se ha logrado dar a la publicación el nivel adecuado.
Con la finalidad de completar esta perspectiva local de las contribuciones nacionales, hemos considerado conveniente incorporar algunos trabajos de autores foráneos. Se les ha seleccionado teniendo en cuenta que tratan temas de fondo y generales relativos al Ministerio Público. Además, se ha considerado que sus análisis son enriquecidos por el contexto social y político en que están vigentes las regulaciones normativas que comentan. Esto permite familiarizarse con análisis de problemáticas que, si bien podrían ser consideradas superadas por nuestra regulación, deben ser estudiadas y comprendidas porque dan luces sobre nuestro sistema judicial y procesal.
Por estas razones, el contenido del volumen está presentado en dos secciones. En la primera se agrupan los trabajos relativos al funcionamiento del Ministerio Público en relación con el proceso penal en nuestro país y, en la segunda, los trabajos de los autores foráneos a los que nos hemos referido anteriormente. Todos estos trabajos deben ser leídos en una perspectiva crítica y comparativa, con la finalidad de establecer los puentes indispensables entre las diferentes concepciones que presentan.
Jorge Rosas Yataco parte de dos constataciones respecto al artículo IV del Código Procesal Penal (CPP). Por un lado, que la configuración del fiscal como director de la investigación penal no implica la desaparición completa del juez instructor; ya que este es mantenido, en tanto juez, con la competencia de decidir sobre la limitación de los derechos fundamentales. Por otro lado, que el nuevo proceso penal supone la división de tareas entre estos dos funcionarios. Uno monopoliza el ejercicio de la acción penal con el auxilio de la policía, el otro lo controla y complementa en la toma de medidas coercitivas. De modo que las funciones básicas del fiscal son ejercer la acción penal, indagar y acumular los elementos probatorios, controlar y dirigir la investigación. De manera optimista, sostiene que se puede concluir afirmando que el nuevo modelo procesal penal está dando frutos positivos, a pesar de que se hayan incurrido en algunos errores. Su implementación solo puede continuar, por lo que cada paso que se dé debe consolidar este proceso. Para lo cual es indispensable que todos los concernidos con la administración de justicia tengan la voluntad de llevarlo adelante.
Pedro Miguel Angulo Arana trata de la imparcialidad del fiscal. En su opinión, esta constituye un principio y un valor que debe estar presente al impartirse justicia. Considera que una manera de garantizarla es estableciendo algunos medios de seguridad como la inhibición. Imparcialidad que caracteriza igualmente la función del juez, quien debe decidir sobre el fondo de la cuestión procesal como tercero inter partes. Pero los papeles que cumplen se distinguen claramente: corresponde al fiscal investigar y acusar; al juez, decidir sobre el fondo. La imparcialidad del fiscal debe ser bien comprendida y respetada concretamente para evitar el disfuncionamiento del proceso penal.
Fany Soledad Quispe Farfán aborda la temática de la índole y de la duración de la investigación preliminar. Destaca de manera clara que los criterios sobre el plazo de dicha investigación no han sido todavía suficientemente desarrollados en la jurisprudencia nacional. Así, estima que no se toma en cuenta del todo el tipo de investigación concernido. Por ejemplo, si es simple o compleja, si existe sospechoso conocido o no, a pesar de ser elementos fundamentales respecto a dicha cuestión. Por esto recuerda, oportunamente, que en la casación 02-2008 se señala que el plazo de duración no debe ser ilimitado ni exceder el tiempo máximo de duración de la investigación preparatoria y, además, que debe considerarse solo cuando alguien sea afectado por la duración de la investigación preliminar. Por lo que si este no es el caso, en especial por la duración de la investigación, no debiera computarse a efectos de establecer la razonabilidad de su duración.
Pablo Sánchez Velarde se ocupa de la cuestión relativa a la privación de libertad. Su punto de partida es la determinación de si esta medida constituye una coerción procesal de carácter personal o si se trata de un adelantamiento de la sanción punitiva. En su opinión este planteamiento se debe a la manera como los órganos judiciales la solicitan (Ministerio Público) y la aplican (Poder Judicial). Su preocupación se dirige a destacar que, de admitirse el segundo criterio, esto implicaría un resquebrajamiento importante de uno de los principios rectores del proceso penal: la presunción de inocencia. Su larga experiencia le permite afirmar que, aun cuando la reglas sobre la prisión preventiva no producen mayores dificultades, la puesta en vigencia a nivel nacional de los artículos 268, 269, 270 y 271 del CPP (2004), en las que se regulan las condiciones materiales de esta medida coercitiva procesal, ha originado dudas sobre todo respecto al trámite de la impugnación de la misma. En particular, debido a la cohabitación del Código de Procedimientos Penales (C de PP) de 1940 y las indicadas disposiciones del CPP. Estas explicaciones son extremadamente útiles para interpretar y aplicar las reglas relativas a la prisión preventiva.
Guillermo Astudillo Meza trata del interesante tema del testigo anónimo en el proceso penal peruano; lo que supone que se plantee la cuestión global de la prueba y, en particular, la del testimonio. De modo que debe abordar aspectos decisivos referentes a la protección de los derechos humanos, de los derechos de la defensa y del proceso debido. Su análisis se apoya, como debía ser, en algunas de las principales decisiones de la Corte Suprema y del Tribunal Constitucional. Ante la disyuntiva del valor que debe reconocerse a las declaraciones de un testigo anónimo, Astudillo señala, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional opta por ponderar dos factores en conflicto: por un lado, la potestad del Estado de ejercer el ius puniendi, que se realiza a través del proceso penal; y, por otro, garantizar el derecho de defensa del acusado. De manera adecuada, considera necesario limitarse al estudio de las reglas contenidas en la ley 27378, con la finalidad de completar en alguna manera la falta de comentarios de esta ley y, en especial, de su artículo 24; lo que le permite relevar cierta incoherencia de la jurisprudencia con el contenido de esta disposición. Completa su trabajo con la presentación de algunos casos del testigo anónimo tomados de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos; para lo cual tiene en cuenta la perspectiva establecida en el artículo 6.3.d de la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH), en que se prevé que todo «acusado tiene, como mínimo derecho a interrogar o hacer interrogar a los testigos que declaren contra él».
Marcial Eloy Páucar Chappa explica ampliamente el papel que el fiscal desempeña en las investigaciones del delito de lavado de activo. A partir de cuando este recibe los informes de inteligencia financiera elaborados por la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF-Perú), el fiscal establece su estrategia que seguirá al llevar a cabo las diligencias necesarias. De oficio o por denuncia, al conocer la noticia criminis, decidirá sobre la iniciación de las investigaciones. Debido a las nuevas normas procesales, no deberá limitarse a los tradicionales medios de investigación, debiendo recurrir a nuevas técnicas. Destaca que, respecto a su actividad en el ámbito de la criminalidad del lavado de activos, el fiscal necesitará cualidades y aptitudes particulares, entre las que considera los especiales conocimientos sobre esta forma de delito, sobre otras ramas del derecho que pueden servirle de apoyo en la investigación (derecho mercantil o comercial, corporativo, tributario, aduanero, financiero, civil, administrativo, societario, registral, notarial y bancario), así como una aproximación adecuada a los principales actores del sistema de prevención. Objeto de su preocupación son las medidas limitativas de derechos en la perspectiva de la manera como pueden obstaculizar la labor del fiscal, debido a la falta de uniformidad sobre los criterios que sirven para admitirlas o rechazarlas. Propone que el artículo 7, inciso 2, del decreto ley 1106, sea modificado en el sentido siguiente: «Las medidas restrictivas de derechos solicitadas por el fiscal deberán ser declaradas procedentes, bajo responsabilidad, si el pedido acredita identificación completa de los afectados, la forma, alcances, duración y autoridad que ejecutará la medida, y cuenta con indicios suficientes que la sustenten».
Yolanda Doig Díaz, sobre la base de su rico bagaje teórico y práctico referente al sistema español, expone en una perspectiva comparatista la problemática de la conformidad con la acusación fiscal en el CPP peruano. De manera transparente subraya que la adopción de este código ha significado una adhesión plena al sistema acusatorio; el mismo que comporta la previsión de tres etapas procesales: la investigación, la calificación de la investigación preparatoria y el enjuiciamiento. La primera debe caracterizarse por la flexibilidad, la eficacia y la racionalización de su realización. La tercera es la principal y está regida por los principios de unidad y concentración. En su opinión, el Ministerio Público tiene, en este escenario, un papel muy importante. Lo que se revela en el hecho que, además de las funciones relativas con el desarrollo del proceso, también es competente respecto a momentos cruciales del proceso. Es el caso, por ejemplo, cuando debe decidir de la terminación del proceso en razón del principio de oportunidad o como resultado de acuerdos con el imputado en la etapa de las diligencias preparatorias; asimismo, como cuando después de la acusación, según la institución de la conformidad (objeto de este análisis), la defensa acepta los cargos imputados al procesado. Desde su perspectiva, en el CPP se ha logrado estructurar un contexto de consenso en el proceso, en la medida en que, modulando su intensidad, se prevén la presunción de inocencia, la búsqueda de la verdad material, la contradicción y la igualdad de armas. Lo que permite que se vaya reconociendo que los criterios de consenso y adhesión influyan, mediante la excepción o el debilitamiento, la oficialidad, la legalidad y la necesidad del ejercicio de la acción penal. Esto no le impide advertir que no «cabe rendirse al modelo transaccional americano, pero tampoco rechazar un espacio de consenso que redunde en la agilidad y celeridad, siempre y cuando no se desarrolle hasta el extremo de privatizar las bases de la actuación de la justicia penal».
Tomás Aladino Gálvez Villegas dedica su trabajo al estudio de la función del Ministerio Público respecto a la reparación civil proveniente del delito. Es decir que se ocupa de la vía penal por la que se determina la obligación del agente del delito o del tercero civilmente responsable a reparar el daño, lo que supone que se precise el derecho del afectado a obtener una debida reparación. Al respecto destaca que, por tratarse de la afectación de un bien de un interés particular, como toda obligación de contenido privado, el ejercicio del derecho para lograr el cumplimiento de dicha obligación queda sujeto a la libre voluntad y discrecionalidad del titular del bien afectado, quien decidirá en definitiva si solicita o no la reparación. De ejercitar la pretensión resarcitoria, este tiene la obligación de acreditar su legitimidad para obrar, el contenido de la pretensión (existencia del daño, su entidad y magnitud), así como a buscar la ejecución de la obligación resarcitoria una vez amparada por el juez. Asimismo, puede también transar, desistirse de la pretensión o recurrir a cualquier forma de extinción de las obligaciones. De esta manera, muestra que los fines de la responsabilidad penal y de la responsabilidad civil difieren notoriamente; ya que la primera persigue la imposición de la sanción penal y la responsabilidad civil, por el contrario, persigue únicamente la reparación del daño ocasionado por la conducta infractora. En otras palabras, busca restituir las cosas al estado en que se encontraban antes de que se perpetrara el hecho perjudicial o en el que se encontrarían si es que no se hubiese producido tal hecho.
De acuerdo a nuestro ordenamiento jurídico, indica que el titular de la pretensión resarcitoria es el agraviado por el delito, comprendiéndose a los directamente perjudicados por la acción delictiva, a sus sucesores en caso de que fallecieran, así como a los accionistas, socios, asociados o miembros de las personas jurídicas. También reconoce esta calidad a los agraviados, a las asociaciones sin fines de lucro, en los casos en que se afecten intereses colectivos o difusos. Así, de manera general, estima que será titular de esta pretensión quien, conforme a la ley civil, esté legitimado para reclamar la reparación, incluyendo al propio Estado.
Luis Pásara, desde una perspectiva sobre todo sociológica, estudia la actuación efectiva de los miembros del Ministerio Público en el desarrollo del nuevo proceso penal chileno. Sus explicaciones y conclusiones son de gran interés para nosotros en consideración a que la reforma chilena es presentada como exitosa y dada como ejemplo en América Latina. Con ese objetivo, Pásara ha tomado en cuenta informaciones documentales y estadísticas; examinado una muestra de un centenar de «carpetas» de trabajo del Ministerio Público, escogidas al azar en la Fiscalía Centro-Norte de Santiago (quizás la mejor organizada); y efectuado un conjunto de entrevistas a fiscales, jueces y expertos. Sobre la base de estas indagaciones de campo y consciente de los límites de la información obtenida, Pásara afirma con clarividencia que «poco de lo que se puede decir pretende un carácter definitivo». Sin embargo, resultan interesantes sus observaciones sobre el tratamiento del fenómeno de la delincuencia habitual por los fiscales, la falta de respuesta del Ministerio Público a la inseguridad ciudadana, la reacción legislativa respecto de esta situación, a través de una «reforma de la reforma», aprobada en el congreso chileno a fines de 2007. En sus reflexiones finales, Pásara recuerda que, a partir de los años noventa, en catorce países de América Latina se introdujo un nuevo sistema procesal penal que, si bien adquiere una coloración nacional, puede afirmarse que sigue un modelo común. El mismo en el que se distingue, de interés sobre todo para comprender su análisis, el papel decisivo atribuido al Ministerio Público. En su opinión, este «actor - que tenía encargado un rol muy secundario, casi prescindible, en el modelo tradicional - ha recibido, en el proceso reformado, facultades sumamente importantes».
Miguel Ángel Fernández González analiza la exclusividad de la función investigadora del Ministerio Público en relación con la labor esencial de la defensoría penal. Su trabajo es interesante porque sirve de contexto a la contribución de Luis Pásara concerniente también al proceso penal chileno. Fernández González releva la importancia del principio de objetividad, previsto en el artículo 80A de la Constitución chilena, considerándolo como la regla fundamental según la cual debe obrar el Ministerio Público al dirigir las investigaciones.
Considera que, en razón de este principio y en la perspectiva de garantizar la defensa del procesado, se debe exigir, primero, que el Ministerio Público considere, durante la investigación, todas aquellas hipótesis de hecho que eximan, extingan o atenúen la responsabilidad penal del procesado, sobre todo si se trata de planteamientos serios de la defensa, para confirmarlas o descartarlas. Segundo, que respete el deber de lealtad hacia la defensa, en el sentido que el Ministerio Público no deberá ocultar antecedentes develados por la investigación, ni retardar la presentación de las cartas de que dispone para que la defensa pueda prepararse adecuadamente. Tercero, en su actuación el Ministerio Público debe obrar con buena fe, única manera de cumplir con el mandato constitucional de que la investigación y el procedimiento sean racionales y justos. En su análisis juega un papel importante el convencimiento de que el nuevo sistema de investigación no tiene carácter probatorio, ya que todos los actos que se desarrollen y que de algún modo puedan contribuir al esclarecimiento del caso, solo tienen un valor informativo, hasta que sean presentados en el juicio oral, lo que permitirá que sean valorados en la sentencia. Giuseppe Di Federico, bajo el título amplio de «Derechos humanos y administración de justicia», se ocupa de diversos aspectos del proceso penal relacionados con la función del Ministerio Público. Su objetivo es presentar de manera breve algunos aspectos que distinguen el sistema jurídico italiano del vigente en los demás países europeos. De este modo, destaca ciertos factores que debilitan la eficacia de la protección de los derechos civiles en el ámbito judiciario; por ejemplo, analizando los efectos perjudiciales provocados por el ejercicio injustificado de la acción penal, así como la falta de control y de evaluación de las capacidades funcionales de los miembros del Ministerio Público, ya que las deficiencias en este ámbito están en el origen de la dramática lentitud de la administración de justicia, hasta el punto de poder afirmarse que el nivel de esta lentitud puede ser percibida como una «sustancial denegación de justicia para el ciudadano». En cuanto a las capacidades profesionales de los miembros del Ministerio Público, se pregunta, cómo podríamos hacerlo también en cuanto al caso peruano, «¿[si es] posible imaginar que la ausencia de reales y adecuadas evaluaciones de la profesionalidad no sea una de las principales causas de la ineficacia de nuestra magistratura?». De modo oportuno indica que los miembros del Ministerio Público no tienen ninguna responsabilidad por haber iniciado acciones penales aún cuando años después resultan del todo infundadas e injustificadas. En cada caso pueden pretender, con seguro éxito, que la sospecha de que un crimen había sido cometido les obligaba a actuar. Lo que le conduce a subrayar que la obligatoriedad de la acción penal transforma ipso jure cualquiera de sus decisiones discrecionales en ocasión de una investigación en «acto debido». Lo cual excluye la responsabilidad, prevista en otros países democráticos, en consideración de las valoraciones negativas de su profesionalidad por iniciativas penales aventuradas, por investigaciones inútiles y costosas.
Marc-Antoine Granger busca responder a la cuestión, muy debatida política y jurídicamente en Francia, relativa a si los miembros del Ministerio Público tienen la condición de autoridades judiciales independientes. Para ilustrar el tema, Granger recuerda que el debate recrudece sobre todo en ocasión de los proyectos de reforma del procedimiento penal o de algunos «escándalos mediático judiciales». La problemática, comprensible solo desde una perspectiva histórica, se puede resumir en el enfrentamiento entre partidarios de un Ministerio Público dependiente del Poder Ejecutivo y los promotores de un Ministerio Público autónomo e independiente, que remplazaría al juez instructor como responsable principal de la investigación; juez instructor que es defendido, también de manera sustancial, por considerársele como actor independiente y con frecuencia fiel resistente a las manipulaciones del poder político. Granger expone de manera interesante estas discusiones refiriéndose, por ejemplo, a la reforma de la detención provisional y del procedimiento penal más ampliamente. Para lo cual recuerda algunas decisiones dictadas por la CEDH y por las jurisdicciones nacionales; las mismas que impulsan hacía modificaciones profundas. Así, el grupo de trabajo sobre la evolución del régimen de la investigación y de la instrucción recomienda una revisión constitucional dirigida a modificar el estatus del Ministerio Público. Y la Comisión nacional consultativa de derechos humanos estima que, en el marco de la reforma del procedimiento penal, «deberían asegurarse las garantías de independencia del Ministerio Público, por un lado, mediante el nombramiento, sobre la base de la opinión conforme del Consejo superior de la magistratura renovado y, por otro, mediante la supresión pura y simplemente en los textos de las instrucciones individuales».
Jean-Paul Jean expone de manera clara la confrontación entre dos prototipos de Ministerio Público que representan las corrientes enfrentadas en el proceso de reforma procesal francés. Uno que es denominado «jacobino» en razón de sus orígenes históricos ubicados en la época de la Revolución francesa y más precisamente en la ideología radical de los jacobinos opuesta a la moderada de los girondinos. El otro es el promovido a nivel de la Unión Europea como modelo a seguir en todos los países miembros y que es considerado como la expresión más adecuada al Estado de derecho y democrático. En opinión de Jean, la ley del 9 de marzo de 2004 reafirma el modelo jerárquico histórico del estatus del Ministerio Público francés debido a que, en la cima de su organización jerarquizada, se coloca al Ministro de Justicia. El objetivo buscado es reforzar su estructura mediante la atribución de amplias prerrogativas y nuevas formas de organización. Por esto considera que esta concepción es, en parte, heredera de la «cultura de la sumisión» al poder político que ha prevalecido a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Este poder prevalecía en los nombramientos, los avances de los magistrados e intervenía a su discreción en los procesos. Desde su punto de vista, algunos límites a este poder pudieron establecerse, a partir del periodo intermedio a las dos guerras mundiales, debido a la actitud de algunos fiscales, quienes utilizaban sutilmente los márgenes jurídicos para oponerse a lo político en nombre de la ética de su función. Orientación que se fortaleció posteriormente como reacción ante los excesos de la época de compromisos con el ocupante alemán e, igualmente, de la guerra de Argelia. En su opinión, si la conducción de una política criminal nacional legitima las orientaciones generales del poder político responsable de su acción ante el parlamento y la opinión pública, sin embargo en cada asunto particular el ciudadano debe saber que la imparcialidad del órgano de persecución está asegurado por el profesionalismo, la deontología y las garantías estatutarias de las que dispone un magistrado del Ministerio Público plenamente responsable de sus actos.
Somos conscientes de que, a pesar de nuestros esfuerzos, el presente volumen no comprende todos los aspectos que hubiera sido necesario tratar; pero este fin no podía constituir la meta razonable de una publicación de esta índole. Los vacíos no solo se dan en relación con los temas tratados, sino también en cuanto a la perspectiva en que los análisis han sido realizados. Tal vez hubiera sido conveniente acentuar la dirección seguida por Luis Pásara en su trabajo sobre la realidad chilena. Sin embargo, para esto faltaban los medios personales y materiales para estudiar la realidad nacional.
En este sentido, quizás de lo que debe tratarse es de estudiar el funcionamiento de las instituciones, como el Ministerio Público, no en su lógica abstracta, sino en su producción real, en tanto que proceso llevado a cabo por actores concretos, quienes están igualmente en redes complejas en las que se dan influencias y relaciones de fuerza. Para lo cual no solo deben considerarse las perspectivas globales de la administración de justicia, sino también las circunstancias particulares. Ambos niveles deben esclarecerse recíprocamente y, de este modo, evidenciar tanto los factores externos como los internos que condicionan el funcionamiento institucional y procesal.
Si bien es cierto, por ejemplo, que constitucional y legalmente está regulado el nombramiento de los fiscales y la elección del fiscal de la nación, también es cierto que el contexto político general, los intereses relacionados con casos de connotación política, las relaciones partidarias y personales con las personas comprometidas, desempeñan un rol decisivo en la marcha del Ministerio Público. Asimismo, si formalmente aparece que las decisiones son adoptadas por los titulares del cargo conforme a sus atribuciones funcionales, no debe ocultarse que los actores secundarios (asistentes, adjuntos, secretarios, etcétera) juegan un papel importante, al punto de convertirse en reales dominadores del desarrollo de los procesos.
De modo que no basta con describir el funcionamiento del Ministerio Público y las actuaciones de cada uno de sus miembros presentando como real lo que normativamente se indica como el «deber ser». Esta perspectiva es adoptada no solo cuando se presentan sistemáticamente los resultados de la interpretación de las disposiciones legales, sino también cuando el análisis de las decisiones queda en la superficie de los criterios invocados y de las soluciones adoptadas. El análisis debe ser más profundo con la finalidad de calar en las circunstancias que han condicionado la actuación del órgano competente y así precisar si, en el caso concreto, las declaraciones de principio formales sobre la independencia, autonomía e imparcialidad son desnaturalizadas o simplemente dejadas de lado a pesar de que son invocadas como fundamento de la actuación procesal. Es el caso, por ejemplo, de cuando se acentúa cada vez más el aspecto represivo del sistema penal, al mismo tiempo que se proclama la orientación humanitaria, reeducadora y proporcionada.
Para finalizar, debemos manifestar nuestro agradecimiento a la Universidad de Fribourg y a la Pontificia Universidad Católica del Perú por promover esta publicación en el marco de la convención interuniversitaria que las une. A esta última, nuestro reconocimiento especial por habernos acogido como profesor investigador durante el segundo semestre de 2013, lo que nos ha permitido culminar con el trabajo de edición. Una especial mención merecen, primero, el Fondo Editorial de la PUCP por su invalorable trabajo de publicación y, segundo, los adjuntos de cátedra y abogados, Srs. Guillermo Astudillo (USMP) y Pedro Pablo Cairampoma Barrós (UNMSM), por su invalorable ayuda en nuestras actividades académicas y de edición de este volumen del Anuario; sin olvidar, finalmente, a nuestro fiel asistente Joseph Dupuit, quien ha traducido los textos publicados originalmente en francés e italiano.
José Hurtado Pozo
(Lima/Fribourg, 2012)