Breves notas sobre la política criminal en los inicios de la República del Perú

Sumario

  1. Introducción
  2. Política criminal
  3. Colonia
  4. Sistemas punitivos en la Metrópoli y en la colonia.
  5. Influencia de la Ilustración
  6. Estado débil e inestable
  7. Penas de muerte y crueles
  8. Estabilidad política y represión penal
  9. Orden y tranquilidad
  10. Prisión por deudas
  11. Criterios políticos y morales
  12. Código Penal boliviano
  13. Reglas de policía
  14. Nación homogénea política y culturalmente
  15. Primer Código Penal republicano
  16. A modo de conclusión

La numeración del artículo se ha adaptado al formato de la revista DPPC. El artículo original está disponible en formato PDF.

Introducción

Es lugar común afirmar que todo Estado tiene y practica una política criminal, sin importar si la ha expuesto o no de manera expresa en su programa de gobernabilidad. También lo es que dicha política criminal forma parte de la política general del Estado, de donde se deduce que constituye la forma como sus responsables se representan la manera en la que se debe reaccionar ante la delincuencia y los medios que deben ser utilizados para combatirla.

También es frecuente que, a pesar de esta correcta referencia a la índole política de la reacción estatal, los penalistas no profundicemos en el análisis de los factores sociales y económicos que acondicionan el ejercicio del poder punitivo del Estado. Asimismo, que utilicemos parcamente los estudios realizados por especialistas en ciencias sociales, como historiadores, sociólogos, antropólogos, etnólogos y todos aquellos que abordan directamente el fenómeno social de la delincuencia o el contexto social, económico y político en el que esta se da y desarrolla o se presenta y evoluciona la reacción estatal. Esto último, debido a que, igualmente con frecuencia, los científicos sociales no toman debida consideración de la influencia que puede tener la criminalidad en el desenvolvimiento de la situación social estudiada.

En nuestra condición de juristas, los penalistas hemos dado preferencia a los estudios dogmáticos, participando en la elaboración de un metalenguaje especializado referente al lenguaje de las leyes y de las sentencias de los jueces que las aplican, casi sin preocuparnos de las concepciones políticas de los autores en cuyas obras nos inspiramos y apoyamos para comprender la legislación y menos aún por conocer los fundamentos políticos de las leyes que interpretan los autores foráneos, sobre todo aquellos que aparecen como creadores de corrientes de pensamiento que han producido cambios esenciales de orientación (por ejemplo, finalismo o funcionalismo). De modo similar, la evolución y orientación de las concepciones de política criminal varían de acuerdo a los cambios de la política y de los estudios de las ciencias sociales, por lo que no es nada sorprendente que ahora se hable de política criminal de la «sociedad del rendimiento» en oposición a «la política criminal disciplinaria» (cfr. Sparks & Loader, 2011; Zizek, 2012, p. 30).

Debido a que la actividad de los penalistas (teóricos, jueces, fiscales, abogados, funcionarios, etc.) explica, fundamenta y facilita la aplicación de la legislación penal —uno de los medios de la política criminal estatal—, ellos participan en la aplicación y desarrollo de la reacción del Estado frente a la delincuencia. Por lo tanto, los criterios políticos de los penalistas forman parte, sin duda, del análisis de política criminal.

Conscientes de que carecemos de la formación y experiencia necesarias para llevar a cabo una tarea como la que suponen los párrafos precedentes, nos atrevemos a escribir este artículo con la esperanza de presentar un bosquejo de análisis de un aspecto de la política criminal peruana que vaya en esa dirección y en la espera de incentivar a estudiosos mejor capacitados para que aborden esa tarea.

Política criminal

Antes de entrar en materia, consideramos conveniente efectuar las siguientes precisiones. Una de las insuficiencias que hay que destacar es que cuando se define la política criminal se personifica en el Estado —sociedad políticamente organizada— al responsable de las innumerables actividades dirigidas a determinar y controlar los comportamientos de las personas. En este sentido, Kuhn afirma que la «comisión de delitos impone la reacción de la sociedad políticamente organizada. Así, el Estado tiene el monopolio del poder punitivo. Su ejercicio se concreta en la delimitación de lo prohibido y lo permitido, además de la determinación de la sanción a imponer al responsable del comportamiento prohibido. Una de las cuestiones que se plantea actualmente es si la reacción punitiva consiste solo en la utilización de la prisión o si “hay otras maneras” de mantener la cohesión social» (Kuhn, 2012, p. 20). De este modo, se estima que los demás entes o instituciones sociales desempeñan un papel secundario o complementario. Se distingue, entonces, entre el control social de primer nivel, a cargo del Estado, y el control social indirecto o de segundo nivel practicado por las demás entidades.

Tal vez sería conveniente abandonar esta perspectiva para tratar de mejor definir y apreciar el papel decisivo y equivalente que juegan todos los mecanismos de control social. En este horizonte, pensamos que, por ejemplo, en lugar de afirmar que la policía está al servicio de la administración de justicia, digamos, como lo hace Foucault (2013, pp. 1136-1149), que esta se encuentra, por el contrario, al servicio de aquella. La afirmación resulta incomprensible si el término «policía» es entendido de manera restringida como la institución estatal o administrativa, pero si la entendemos en un sentido amplio se trata del llamado «poder de policía», en manos de las diversas entidades sociales que buscan disciplinar, orientar y controlar los comportamientos y las relaciones de los individuos, a los que recurre el Estado recurre para, reforzando su poder, promover y consolidar el bienestar del cuerpo social (González Guarda, 2017, pp. 185 y 190). La administración de justicia refuerza, registra y reviste de formalidad estos mecanismos de control social.

En el siglo XVIII, la monarquía administrativa francesa crea un ente para organizar y canalizar de modo eficaz el control de la población. La finalidad era constituir una instancia de regulación social, vigilancia permanente y corrección del comportamiento de las personas, es decir, una instancia de normalización, de imponer una manera de actuar «normal» (Foucault, 2002, p. 216).

Por ello, la comprensión de la política criminal de un Estado requiere analizar el proceso de formación y afianzamiento del aparato estatal y la manera como este se amolda, explota y modifica los numerosos medios destinados a vigilar y controlar los miembros de la sociedad, tanto de modo directo como mediato.

En este sentido, la cuestión de este breve texto es la de analizar cuál fue «la política criminal» del nuevo Estado republicano, establecido después de nuestra emancipación de la monarquía española. En razón de las restricciones de esta contribución, centraremos nuestra atención al ámbito del sistema de sanciones penales, dejando así de lado, aunque no ignorándolo, el referente a la incriminación de comportamientos delictivos.

Colonia

Lo que sucedió en ese periodo inicial, como no podía ser de otra manera, está estrechamente vinculado al periodo colonial precedente, sobre todo debido a que la Independencia no comportó un cambio sustancial con respecto a las estructuras económicas y los fundamentos básicos de las relaciones sociales. Esto se refleja, por ejemplo, en la subsistencia de una élite social dominante y de una mayoría sometida, conformada por diversos sectores sociales. En el seno de la élite se plantearon tres orientaciones políticas respecto al sistema de organización del nuevo Estado. Una consistía en el mantenimiento de la dependencia con España, a la que se oponía aquella radicalmente partidaria de la emancipación total de la metrópoli colonial. Una posición intermedia patrocinaba que se implantara una monarquía constitucional. Triunfaron los partidarios de la segunda orientación y se instauró el régimen soberanista republicano. En los debates sobre la manera de constituirlo se enfrentaron liberales y conservadores, así como centralistas y federalistas.

Las circunstancias que condicionaron esta situación deben buscarse muy lejos, sin duda en el contexto en el que se originó el proceso que acarrearía la inserción de los pueblos que habitaban el Nuevo Mundo, que sería bautizado con el nombre de América y primigeniamente con la denominación de Indias Occidentales. La empresa descubridora se financió y organizó en un periodo que correspondió a la Edad Media, cuando regía el sistema feudal. Las monarquías entonces existentes no lograron instituir una organización política y administrativa que pudiera ser llamada Estado (cfr. Fiestas Loza & Tomás y Valiente, 2016, p. 109), sino que se da más bien un sistema señorial que, si bien genera diversos conflictos, no implica lo que algunos autores han calificado de «anarquía feudal». Por el contrario, comporta un poder local eficaz, que logró imponer un sometimiento intenso de los sectores sociales dominados (Baschet, 2009, p. 581).

Dicho sistema señorial no significó un conjunto de células señoriales separadas, pues se fueron formando poderes supralocales de acuerdo a intereses y necesidades comunes. Es el caso de la conjunción de los reinos de Castilla y de Navarra, que se unieron para reconquistar los territorios ocupados por los árabes y expulsar a los judíos y a los jesuitas. La unidad de este sistema señorial feudal fue fuertemente condicionada por la Iglesia católica, que impuso un sistema eclesial caracterizado por el ejercicio de un poder terrenal y la promoción de creencias y valores con pretensiones universales (Manrique, 1995, p. 44).

La conquista del Nuevo Mundo se produjo como acontecimiento culminante de la dinámica feudal, la misma que perduró hasta dar lugar a la modernidad. La conjunción de las fuerzas del sistema señorial y la influencia predominante de la Iglesia condicionaron los fines pregonados de la empresa de conquista y colonización: por un lado, la búsqueda de riquezas a favor de las arcas de la Corona y, por otro, la difusión de la fe cristiana, considerada la única y verdadera (Baschet, 2009, p. 595).

Los contratos y convenios suscritos por la Corona y los responsables de las empresas descubridoras y conquistadores —comenzando con Cristóbal Colón, eran de índole feudal en la medida, por ejemplo, en el que se les otorgaba cierto poder señorial sobre las tierras y los pobladores de los dominios conquistados, en contrapartida a la entrega a la Corona de una parte de las riquezas obtenidas (Millones, 1995a, p. 47). Este régimen perduró hasta que, en vista del poder creciente de los conquistadores, la Corona decidió imponer un sistema administrativo que evitara la pérdida del control sobre los dominios conquistados, para lo cual creó el sistema de virreinatos y envió a sus representantes para que los administraran en calidad de representantes del poder monárquico. Esta organización requirió la instauración de un marco administrativo y legislativo.

Se reconoció entonces la aplicación de la legislación de la Metrópoli en las colonias (Las Siete Partidas, la Nueva Recopilación, la Novísima Recopilación, el Fuero Real) y, en relación con las condiciones y relaciones específicas propias a los nuevos dominios, se dictaron regulaciones particulares que constituyeron las denominadas Leyes de Indias1. Buena parte de estas últimas estaban orientadas a regular la conducta de los españoles frente a los nativos, no solo por considerar que requerían ser protegidos por su condición de inferiores, sino también para que se beneficiaran con la fe y la civilización cristianas.

Igualmente trascendente fue la política desarrollada para controlar a la población nativa, la que, debido a la organización económica del Imperio, vivía principalmente en las zonas rurales. Los centros urbanos incaicos estaban destinados sobre todo a la administración, por lo que los colonizadores buscaron obligar a los nativos a vivir en las denominadas «reducciones», con la finalidad tanto de formarlos a que vivieran en orden según las pautas europeas, como de mejor organizar el cobro del tributo y de facilitar la evangelización (Pease, 1992, p. 289)2.

La labor de los misioneros de convertir a la fe cristiana a los no creyentes nativos comportó cambios sustanciales de índole moral y familiar. Considerando que vivían en la promiscuidad, promovieron la lucha contra los llamados «vicios carnales» para establecer un nuevo orden sexual (Pastor, 2013, p. 165). Impusieron como modelo familiar la «unidad doméstica» de acuerdo a las reglas católicas, con lo que variaron los criterios para determinar y excluir los casos de incesto.

De esta manera, el sistema eclesial —fuerza motriz esencial del sistema feudal— logró imponer sus valores universales a la organización social, económica y política de las colonias. Este universalismo conlleva la exclusión de los valores éticos, religiosos y culturales de terceros y su éxito se debió a que, a pesar de su rigor monoteísta, la Iglesia Católica representaba a Dios en la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), sostiene el culto a la Virgen María (Madre del Hijo divino) y admite la advocación de numerosos santos (relacionados de manera particular con la divinidad), lo que facilitó su aceptación en pueblos politeístas. Estas circunstancias permitieron comprender el sincretismo práctico que lograron los nativos en relación con sus creencias paganas, y hasta ahora se habla del catolicismo «peculiar» de los pueblos indígenas.

De manera similar, respecto a la vigencia y aplicación de las leyes y los mandatos dictados por la Corona, hay que destacar que estas disposiciones no tuvieron la eficacia esperada debido a que no fueron realmente aplicadas, aunque autoridades y administrados las reconocieran como vigentes («la ley se acata, pero no se cumple»). La Corona, ante las dificultades de asegurar sus beneficios económicos, se esforzó en mantener a las colonias estrechamente sometidas a la Metrópoli, garantizando en su favor el monopolio del comercio marítimo, impidiendo que desarrollaran una economía de producción de mercaderías y acentuando su papel tanto de exportadoras de materias primas (especialmente de oro y plata) como de mercados de los productos metropolitanos (Suárez, M., 2001, p. 253; 2014, p. 43).

Estos intereses económicos condicionaron la designación de los virreyes y demás funcionarios. La «venta de los cargos» desempeñó un papel importante en la implementación de la organización administrativa (cfr. Bronner, en Millones, 1995b, p. 196; y Suárez, M., 2001, p. 258) que realizó la Corona por necesidades de orden financiero, en detrimento del escogimiento en razón de las capacidades personales o en mérito a los esfuerzos desplegados a favor de los intereses del monarca. En todo caso, cada nuevo funcionario español asumía el cargo con la finalidad de hacer fortuna. Por ejemplo, el virrey elegido se trasladaba a América rodeado de una corte de allegados, quienes buscaban establecerse y enriquecerse bajo el amparo y al servicio del virrey. Con este objeto, realizaban una serie de actividades contrarias a la legalidad y a los intereses de la Corona (García Marín, 2010, p. 761)3, circunstancias que determinaron la degradación del sistema administrativo que la Corona había tratado de instaurar para controlar y consolidar el gobierno colonial. En este contexto se multiplicaron diversas actividades ilegales fomentadas por el sistema complejo de la economía, la tributación y la política, las mismas que tenían lugar en relación con alguna actividad económica importante, por ejemplo, la producción de la plata y la recolección de la renta producida a favor de la Corona y que era defraudada en la medida en que no se remitía lo que realmente se había recaudado por el impuesto del quinto real, después de deducirse los gastos de las diferentes ramas de la administración colonial. Esta situación requirió que se dictaran numerosas medidas para asegurar que se registrara debidamente la circulación de la plata y sancionar a los responsables de la circulación de plata no registrada, pues mediante esta actividad se evadían los impuestos, destinados muchas veces a cubrir gastos debidos al funcionamiento del mismo virreinato. Otra forma de defraudación fue el contrabando en detrimento del monopolio comercial establecido por la Corona, ilegalismo que «se transformó en una institución en el siglo XVIII», y que perjudicó, igualmente, a la economía de los mercaderes locales (Pease, 1992, p. 252).

Sistemas punitivos en la Metrópoli y en la colonia

Como en las colonias se aplicaban las mismas leyes que en la Metrópoli —salvo los casos regulados en las Leyes de Indias—, los sistemas punitivos eran, en buena cuenta, los mismos (Batalla Rosado, 1995, p. 73). De acuerdo a los criterios imperantes en los reinos europeos, el soberano personificaba la ley; por tanto, quien la violaba mediante un comportamiento delictivo no solo perjudicaba a la víctima sino también atentaba contra el monarca. La aplicación de las sanciones por los funcionarios en nombre del rey no era percibida como un arbitraje en el conflicto entre infractor y víctima, sino como una intervención «destinada a hacer respetar los derechos de cada uno. Es una réplica directa contra quien lo ha ofendido» (Foucault, 2002, p. 53). De esta manera se restaura el orden y se rechaza el mal ejemplo, reacción punitiva que se materializaba en la previsión y aplicación de sanciones corporales como suplicios y hasta pena de muerte.

La ejecución revestía la misma publicidad y escenificación que en la Metrópoli. Se cita a manera de ejemplo la condena dictada en un caso de homicidio por la Real Sala del Crimen el 7 de enero de 1632, en la que se ordenó que el delincuente debía «ser llevado por las calles de esta ciudad y a cortarle la mano derecha, en frente a la casa donde cometió el delito y después a ser ahorcado» (Suardo, 1935, p. 210). La severidad de esta reacción punitiva fue ratificada y reforzada con la implantación de la Santa Inquisición en América4.

La diversidad y la falta de sistemática de la legislación aplicada en el periodo colonial impiden conocer la frecuencia con que se aplicaron dichas penas corporales. Teniendo en cuenta lo que sucedía en Europa, es de admitir que se dio un alejamiento claro entre lo establecido por la norma y la realidad de la aplicación de dichas sanciones, lo que representó cierta atenuación del sistema punitivo (Jiménez de Asúa, 1964, I, p. 699).

La detención o arresto del denunciado o imputado de haber cometido un delito, en una cárcel o lugar de detención, no constituía una pena5. En sus inicios se presenta, más bien, como una medida coercitiva de índole procesal, una especie de «detención preventiva», destinada a asegurar la presencia del sospechoso o denunciado hasta el momento de su juzgamiento y de la imposición de la pena corporal. En tanto pena privativa de libertad, era «sustancialmente distinta a la actual» (Palop Ramos, 1996, p. 94). Sus modalidades eran las galeras, presidios o servicios de armas. Como presidio se habló de «presidio africano, americano y peninsular» (pp. 94-96). Este último devino, en los casos graves, en condena a trabajos forzados en obras públicas y, en los leves, en reclusión en hospicios y casas de misericordia. Por lo tanto, respecto a esta época, cuando se habla de cárceles o prisiones no se trata de las penas privativas de libertad instauradas a partir de la gran codificación generada por la Revolución francesa.

Influencia de la Ilustración

Las concepciones filosóficas y políticas del Siglo de las Luces inspiraron los movimientos de emancipación americana, a semejanza de aquellos que combatieron y eliminaron las monarquías absolutas europeas. Los principios de libertad, igualdad y confraternidad repercutieron de manera sustancial en el sistema punitivo, en particular contra su crueldad y arbitrariedad.

Este trascendente y revolucionario proceso social estuvo condicionado por la complejidad de las relaciones económicas, políticas y culturales. Respecto al ámbito del sistema punitivo, es de destacar que en la segunda mitad del siglo XVIII la actitud frente a la severidad de las penas, en particular frente a la pena de muerte, cambió sustancialmente. Surgió como necesario, por un lado, el abandono del criterio de que la reacción punitiva constituía un enfrentamiento cruento entre el Soberano y el infractor; por otro, la instauración de un nuevo sistema punitivo que comportara una función general de la sociedad ejercida de la misma manera sobre todos sus miembros y en la que todos estuvieran igualmente representados. Es decir, la organización de un sistema judicial autónomo y un mecanismo eficaz para el ejercicio del poder de policía.

Mediante este poder de policía se controlaba y vigilaba a la población de manera general y continua, dejándose así de lado la reacción individual y espectacular propia a la monarquía, para impulsar un poder estatal que se ejercía con discreción, mesura y de modo sistemático. Sin embargo, se mantuvo, por ejemplo, la pena capital, aunque su ejecución dejó de ser pública.

En base al reconocimiento preminente de la libertad como fundamento del nuevo régimen político, se hace de la privación de libertad, factible de ser fraccionada, la sanción moderna y central del nuevo sistema punitivo. Su ejecución fue marcada por el criterio de disciplina de las personas, también promovido por la Ilustración. La privación de la libertad será utilizada para disciplinar corporal y espiritualmente a los detenidos. La persona deviene en el límite del poder punitivo, pero igualmente en el objeto a corregir y transformar.

Esto se puede comprender si se tiene en cuenta que «al nivel de principios, la nueva estrategia se plantea fácilmente en la teoría general del contrato», lo que «supone que el ciudadano ha aceptado una vez por todas, con las leyes de la sociedad, aquella por la que el mismo puede ser castigado. El criminal aparece entonces como un ser paradojal». Viola el pacto, por lo que es enemigo de toda la sociedad, pero participa, igualmente, en la imposición del castigo que padece. El delito más leve ataca toda la sociedad, comprendido el delincuente, quien participa en la imposición de la más ligera sanción. «El castigo penal es pues una función generalizada, coextendida al cuerpo social y a cada uno de sus elementos. Es entonces que se plantea el problema de la “medición” y de la “economía del poder de castigar”» (Foucault, 2002, pp. 78 y 85).

En Francia, se plantea la cuestión del encarcelamiento como esquema general de la punición al discutirse la elaboración del Code Pénal. Por ejemplo, se afirmó: «Si ahora, se pregunta sobre cuál es el sentimiento universal y constante que puede servir de base para establecer el sistema de represión y de penas, todos los seres sensibles responderán al unísono: es el amor de la libertad, libertad, este bien sin el que la vida misma deviene un verdadero suplicio; la libertad tan deseada que ha generado entre nosotros tanto efectos valerosos; libertad, por último, cuya pérdida, a la que se puede agregar la privación de todos los goces de la naturaleza, puede constituir una pena real, represiva y durable, que no altera las costumbres del pueblo, hace más sensibles a los ciudadanos el precio de una conducta conforme a las leyes, pena susceptible además de ser graduada de manera a aplicar a los diversos crímenes y permitir que se observe entre ellos esta proporcionalidad si importante que exigen los diferentes grados de perversidad y de daño causado»6.

Esta concepción fue adoptada en la elaboración de los primeros códigos españoles, así por ejemplo en el de 1848-1850, que fue copiado con bastante fidelidad por el legislador peruano al elaborar el primer código republicano de 1863. En la Constitución de 1834, se prevé que «las cárceles son lugares de seguridad y no de castigo; toda severidad inútil a la custodia de los presos es prohibida» (art. 157), declaración que será retomada en las constituciones siguientes.

Bajo la misma influencia, se había descalificado previamente a las penas corporales e infamantes. Así, en el art. 10 de las bases de la Constitución de 1822, se decretó «la abolición de todas las penas crueles y de infamia trascendental». De manera más amplia, se dispuso, en el art. 115 de la Constitución de 1823: «queda abolida toda confiscación de bienes y toda pena cruel y de infamia trascendental. El código criminal limitará, en cuanto sea posible, la aplicación de la pena capital a los casos que exclusivamente la merezcan». Esta disposición se reitera en términos similares en las constituciones de 1826 (art. 122), 1828 (art. 129), 1834 (art. 154), 1839 (art. 165) y en el Estatuto Provisorio de 1855. En la constitución liberal de 1828 se prohibió explícitamente el tormento como pena.

San Martín, como Protector del Perú, realizó «una visita general de las cárceles» de Lima (Flores Galindo, 1984, p. 163; Gaceta del Gobierno del 15 de octubre de 1821)7. Ordenó además que no se utilizaran más las celdas, llamadas «infiernillos», en las que se detenía a los infractores desde la Colonia. Mediante decreto del 23 de marzo de 1822, firmado por Torre-Tagle (orden de Bernardo de Monteagudo), estatuyó un breve reglamento carcelario (García Basalo, 1954).

Los fundamentos de este decreto muestran claramente la percepción que se tenía de la delincuencia, ideas generales que revelan las tendencias morales, los estereotipos «científicos» y las creencias superficiales de la realidad social. Sin embargo, se observa asimismo la fe en el progreso civilizador y humanitario del nuevo sistema republicano frente a la «barbarie» del reglamento colonial.

Las leyes son consideradas medios incapaces de eliminar la «malicia» (el mal de la delincuencia) y el crimen como un doble mal: la agresión y la pena «aumentan las miserias» que afligen a la sociedad. Con realismo, admiten que siempre se cometerán delitos, más aún que «desgraciadamente es necesario que haya delincuentes, y que estos sean inmolados en las aras de la justicia para disminuir su número».

Así, creen en cierta eficacia de la punición, pero esta que debe ser utilizada adecuadamente. En este sentido, se estima que el «rigor que se ejercita en desagravio de las leyes es santo, cuando es proporcionado a su infracción: más el menor abuso a este respeto, presenta un nuevo culpado en el mismo que administra el poder contra los que lo son». Los abusos en su ejercicio son calificados de propios de los gobiernos despóticos como el colonial, en consecuencia «nada prueba los progresos de la civilización de un pueblo, como la moderación de su código criminal».

Para aproximarse a ese nivel de civilización, en el mencionado decreto se dispone «construir una nueva cárcel en Guadalupe, que consulte la seguridad y el alivio de los miserables que antes han gemido en lugares impropios por su localidad y falta de desahogo» e, igualmente, el reglamento carcelario que, unido al de la administración de justicia, harán extensiva la filantropía del gobierno a las demás cárceles del territorio independiente.

Ese reglamento estaba destinado a regir en todo el territorio, «en cuanto lo permitan las circunstancias locales, y la cantidad de fondos aplicables a este fin», lo que informa de su inaplicabilidad, vista la pobreza de las arcas fiscales, sobre todo teniendo en cuenta que se preveía que toda cárcel contaría con cuatro departamentos: el primero destinado a los «reos de gravedad», el segundo a «las mujeres», el tercero a «los niños hasta la edad de 15 años» y el cuarto a «los detenidos por deudas o sospechas que no hayan sido comprobadas» (arts. 1 y 2). Todos estarían a cargo de personal dirigido por el alcaide.

En garantía de la manera como debían ser tratados los detenidos se señalaba, en primer lugar, que los alcaides solo recibirían detenidos por «orden de juez competente librada por escrito» (salvo en caso de in fraganti o de noche) (art. 3) y los someterían, pasadas 24 horas, a un reconocimiento facultativo para establecer su estado de salud. En caso de enfermedad, deberían ser trasladados para su tratamiento (art. 8) y en ningún caso podían «tomar para su servicio preso alguno de cualquier clase que sea» (art. 14).

En cuanto a la ejecución de la detención, se estatuyó que las puertas de los calabozos deberían ser abiertas a las seis de la mañana en verano y a las siete en el invierno, «para que salgan los presos a hacer la limpieza de su respectivo departamento, u ocuparse de las demás obras a que se destinen con la debida precaución: las puertas volverán a cerrarse al ponerse el sol» (art. 9). Los incomunicados solo tenían derecho a salir «una hora en la mañana y otra en la tarde, con el centinela de vista que tengan, a respirar un aire libre fuera de sus calabozos, pero sin alejarse de ellos, sino lo preciso para que tengan desahogo, siempre con las precauciones convenientes» (art. 10). Las celdas debían estar en orden, debiendo el alcaide, «a horas intempestivas» visitarlas «cuidando muy particularmente del aseo de las camas y cuartos de los presos» (art. 12). Durante la noche no habrá luz en ningún calabozo, salvo permiso del alcaide (art. 13).

Los presos portarían un uniforme, «todo blanco conforme al modelo que se dará» (art. 17), podrían escribir cartas que el alcaide debía transmitir «del modo que las reciba» (secreto de correspondencia) y recibir visitas de familiares u otras personas «los jueves y domingos», salvo permiso especial (art. 16).

Finalmente, en el art. 20 se disponía que ejemplares impresos del reglamento fueran fijados «en las puertas interiores de las cárceles para conocimiento de los presos».

Estado débil e inestable

En las primeras décadas de los inicios de la República, la situación política fue inestable y muy dominada por el militarismo. Económicamente, el Perú era un país rural, con una actividad comercial muy reducida, casi sin productividad industrial, basado sobre todo en las fuerzas de la mayoría de la población indígena, explotada en el campo y en las minas. Esta situación era similar a la de la Colonia, debido a que la instauración del régimen republicano, como ya hemos señalado, no comportó un cambio estructural profundo (Aguirre, 2008, p. 241).

El incipiente Estado era débil, deficiente y afectado por las insuficiencias y lacras de la administración colonial (cfr. Walker, 1990, p. 118). Amplias zonas de su territorio, cuyas fronteras no estaban del todo determinadas, escapaban a su control. Los órganos administrativos coloniales fueron abandonados progresivamente, sin que se implementaran los nuevos debidamente, debido a la inexistencia de un sector social dirigente capaz y fuerte. La «carencia de una clase burguesa hizo de la República en apariencia un Estado burgués» (Flores Galindo, 1979, p. 109; López Soria, 1979, p. 104).

El militarismo caudillista generado por las guerras de emancipación y promovido por los conflictos internos en torno al ejercicio del poder no solo fue un obstáculo para la organización de un Estado liberal y democrático, sino que también fue una fuente de desorden social, manifestado, sobre todo, en la proliferación de bandidos y actos antisociales violentos (Flores Galindo, 1979, pp. 107, 115)8.

Para determinar cómo el Estado incipiente e inestable enfrentó la delincuencia de la época y a qué recursos punitivos recurrió, resulta útil, además de otros medios, consultar las disposiciones legales, decretos o resoluciones que dictaron quienes asumieron el poder o los parlamentos que se instauraron9. En el Perú, se puede tener como marco referencial general el estatuido en las bases de la Constitución, aprobadas en diciembre de 1822, en las que se fijaron someramente los lineamientos de la nueva organización estatal y se estatuyeron criterios sobre los derechos de las personas. Debido a las limitaciones de un texto como el presente, nos limitaremos a presentar algunos ejemplos con el objetivo de sacar a la luz las concepciones que influyeron en la reacción estatal punitiva.

Penas de muerte y crueles

Para justificar la abolición de la pena de azotes, en un decreto de San Martín, de octubre de 1821, se decía que la «humanidad, cuyos derechos han sido tanto tiempo hollados en el Perú, debe reasumirlos bajo la influencia de leyes justas, a medida que el orden social, trastornado por sus mayores enemigos, comienza a renacer. Las penas aflictivas que con tanta liberalidad se imponían sin exceptuar sexo ni edad, y cuyo solo recuerdo estremece a las almas sensibles, lejos de corregir al que las sufre, le endurece en el crimen, haciéndole perder enteramente todo pudor, y aun la estimación de sí mismo».

Esta justificación ponía en evidencia una política contraria a las penas aflictivas y, al mismo tiempo, protectora de la dignidad de las personas. Sin embargo, en el art. 3 de este mismo decreto, se reconocía la subsistencia de la esclavitud al decretarse con cierto paternalismo que «ningún amo podrá azotar a su esclavo, sin intervención de los comisarios de barrio, o de los jueces territoriales, bajo la pena de perder el esclavo que probase legalmente haberse infringido esta disposición; y solo empleará castigos correccionales moderados, cómo son encierros, prisiones y otra clase de privaciones». Se ignoraban además los maltratos y abusos que se cometían con los indígenas, sometidos al poder de los encomenderos, hacendados o mineros.

El mismo criterio de rechazo a las penas crueles y corporales se evidenció en la decisión de abolir la pena de horca, suscrita por San Martín y Monteagudo el 3 de enero de 1822. En el art. 1 se estatuía que «los desgraciados contra quienes se pronuncie la justicia el fallo terrible serán fusilados indistintamente» y, en el art. 2, que los condenados por «altos crímenes de traición o sedición serán ejecutados del mismo modo, con la diferencia de ser puestos en la horca sus cadáveres para hacer más impresivo su castigo», reminiscencia de la pena colonial que buscaba que sirviera de escarmiento general (Batalla Rosado, 1995, p. 74; cfr. Palop Ramos, 1996, p. 93).

Debido a la situación crítica y bélica que reinaba en el país, Bolívar decretó, en marzo de 1824, que toda «deserción sea simple o con circunstancia agravante será castigada con pena capital, cualquiera que sea el número y clase de los que cometiese». Como justificación, se expuso que por «cuanto las medidas suaves empleadas por los jefes del ejército, y por los prefectos departamentales no han bastado para impedir las bajas de los cuerpos por el crimen de deserción protegido en todo tiempo por los mismos pueblos, a las cuales se les ha dispensado de las conscripciones y reclutas; y atendiendo a que la salud de la patria y la conservación del ejército obliga a emplear otros medios, que, aunque fuertes son de una eficacia conocida».

Este derecho de guerra se refería a un «delito militar» por el cual no solo se reprimía la deserción, simple o agravada, sino también el conato (art. 2), no solo a los autores, sino también a los promotores, auxiliares o encubridores, castigados como los mismos desertores (art. 4), y a los «pueblos» a los que se había dispensado de «conscripciones y reclutas» (art. 6). Incluso se llegó a establecer, para quizás asegurar la aplicación de castigos tan graves, que en las «clases» enumeradas en el art. 4 «serán comprendidos los jueces que no acrediten haber perseguido los desertores, y los que supieren el paradero de ellos y no dieren parte» (art. 4, in fine). La deserción era definida de manera confusa definida, estableciéndose sus «límites» en el art. 2 del mismo decreto.

Ante la inseguridad causada por los ataques graves y frecuentes de los «bandoleros» (cfr. Vivanco, 1990, p. 28; Manrique, 1995, p. 62)10, ya existentes antes de la declaración de la independencia tanto en el campo como en las zonas urbanas, Bolívar decidió, el 24 de marzo de 1825, que se organizase «una partida montada al mando de un oficial, que perennemente cele el orden y tranquilidad». Con lo que se trataba de «precaver los males que, por falta de tropa de línea en esta capital, pudieran suceder, y de la que suelen aprovecharse los malhechores para cometer desordenes» (art. 1). En el art. 2, dispuso que «todo individuo que se aprehendiere robando será pasado por las armas, previo un consejo verbal». Respecto a los demás males estatuyó que los «que se encontraren cometiendo algún otro desorden, o parezcan sospechosos, serán igualmente juzgados por el mismo consejo, y castigados conforme al crimen que se descubriere».

Para comprender esta severidad penal hay que tener en cuenta el contexto político y social, propio de una época en la que no se había logrado consolidar la independencia, amplias zonas estaban ocupadas por las huestes realistas y las masas populares vacilaban entre alinearse —por propia decisión o coaccionadas— a favor de uno u otro bando. Por tanto, no basta afirmar que se trataba del recurso a la pena máxima por parte de un Estado que practicaría «sin saberlo» un derecho penal calificado —en lenguaje de las últimas décadas— como «derecho penal del enemigo».

Comentario aparte merece el proyecto de Código Penal elaborado por Lorenzo de Vidaurre (Hurtado Pozo, 1979, p. 29), quien fue designado por Bolívar presidente de la comisión encargada de redactar los códigos civil y penal de la nueva República. Esta comisión no cumplió su tarea, pero Vidaurre, en 1828, presentó su proyecto personal al Congreso Nacional. Tuvo como criterios rectores que, por un lado, la legislación penal tiene como fin principal evitar que se cometan crímenes y, por otro, que la meta de la pena es «resarcir el mal causado y evitar el venidero» (Vidaurre, 1828, p. 38), pena que, además, debía «ser proporcionada a los delitos» (p. 23). Asimismo, consideró que el delito es el «daño causado a la sociedad con conocimiento» (p. 7) y que la mejor política para evitar su comisión es la preventiva (p. 40). En las disposiciones generales del proyecto, no se estableció expresamente qué es el delito. De modo impreciso, se refiere a los medios punitivos y a la manera en que deben ser aplicados. Excluyó del catálogo de infracciones ciertos comportamientos calificados por entonces, indebidamente, de punibles. Ha sido considerado como «el primer paso legislativo» en materia penal (cfr. Jiménez de Asúa, 1926, p. 28).

Estabilidad política y represión penal

La inestabilidad política condicionó mucho el dictado de disposiciones legales destinadas a asegurar la existencia misma del Estado, para lo cual se trató desde el inicio de fortalecer la vigencia del orden constitucional. El 20 de julio de 1828, Manual Salazar y Baquíjano, vicepresidente de la República, decretó que quien «infringiere algún artículo constitucional, a más de las penas que le correspondan por las leyes generales y existentes, según los casos y materia de infracción, será suspenso del ejercicio de la ciudadanía, y de cualquier empleo civil, político, militar, o eclesiástico que obtenga, sin poder ser rehabilitado sino por el Congreso».

Sin embargo, esta finalidad política del ejercicio del poder punitivo será especialmente notoria en la represión de delitos graves contra el Estado, como ya hemos señalado anteriormente. Las diversas disposiciones que se dictaron reflejan los cambios frecuentes en la dirección política del aparato estatal.

Así, por decreto del 17 de noviembre de 1826, Santa Cruz derogó el decreto dictatorial del 16 de marzo de 1824 relativo a la deserción, en razón a que «felizmente han variado las circunstancias que dieron lugar» a su emisión (art. 1). En lugar de pena de muerte, al desertor se le impondría, en tiempo de paz, cuatro meses de prisión y ocho años de servicio en su mismo cuerpo (art. 2). El reincidente por segunda vez «sufrirá seis carreras de baquetas11 por doscientos hombres y diez años de presidio u obras públicas» (art. 3). En caso que «tenga iglesia», se le impondrá «un año de prisión en su cuerpo, y ocho años de presidio u obras públicas» (art. 4). Para los promotores, auxiliares inmediatos de la deserción, se preveían penas de multa (art. 8).

La aplicación de la pena capital fue, nuevamente, precisada mediante decreto del 22 de octubre de 1829, dictado por de la Fuente. En este decreto se enumeraron, primero, art. 1, los casos en los que el Ejecutivo no podía conmutar esta pena: (1) en los homicidios atroces y alevosos, (2) si antes se hubiese conmutado al reo la pena de muerte y (3) cuando la sentencia que la impone admite recurso ordinario en lo judicial. Segundo, se dispone que la pena en cuestión solo pueda ser conmutada en otra que la de destierro o presidio, al menos por seis años (art. 2). Por fin, en cuanto a la ejecución de la pena se ordena que no «se ejecutará ninguna sentencia de muerte, sin comunicarlo antes al Supremo Poder Ejecutivo con el correspondiente informe, para que pueda tener efecto la atribución 30 del art. 90 de la Constitución» (art. 3).

La inestabilidad política y legislativa se refleja igualmente en la regulación procesal. Así, invocando que la «seguridad del Estado requiere que la averiguación de los crímenes de tumulto, sedición y traición, y la imposición de la fecha sean prontas para evitar mayores males, y llegar sin retardo al término que el Gobierno se ha propuesto de consolidar la tranquilidad pública». El 30 de mayo de 1835, Felipe de Salaverry dispuso que esos crímenes «serán juzgados dentro de 24 horas por el Tribunal de la Acordada: y militarmente en el mismo término, en los lugares donde no se hubiere establecido; y a los que fueren convencidos de ellos se les aplicará la pena de muerte» (art. 1). Tratándose de «tumultuarios, sediciosos o traidores, que se descubrieren en los cuerpos militares, serán juzgados en el término de dos horas; y los comandantes de ellos quedan autorizados para mandar ejecutar la sentencia» (art. 2). La misma autorización se otorga a «los Comandantes Generales, quienes deberán mandar ejecutar la sentencia dentro de 24 horas» (art. 3). Finalmente, en el art. 4, se previó que estos «juicios serán verbales en los cuerpos militares: y para consultar los derechos de los reos y la responsabilidad de los jueces, constarán por escrito las diligencias siguientes, averiguaciones del delito y del delincuente, audiencia y defensa de este y sentencia que le condene o absuelva».

En ocasión de la época de la Confederación Perú-Bolivia y de la crisis con Chile, no era de extrañar, que se modificasen las disposiciones a este tipo de delitos, las mismas que se produjeron de acuerdo al sector político militar que ejerciera el mando. Así, por decreto del 7 de abril de 1836, Orbegoso, presidente provisional, ordenó que se observara el decreto dictado el 29 de agosto de 1836 por el Jefe Superior del Ejército Unido y pacificador del Perú, Santa Cruz, regulando los delitos de rebelión, sedición y otros. Para este efecto se consideró que «la impunidad de los delincuentes de rebelión o sedición ha fomentado la perpetración de estos delitos», que «lejos de reprimirse estos excesos, han sido premiados sus autores con empleos y ascensos en su carrera y que «continuando esta política desorganizadora, no sería posible restaurar el orden público, y el imperio de las leyes». Se consideraron tres clases de responsables de los delitos de sedición y rebelión y para los que incurrían en el primer tipo se prescribió la pena de muerte.

En la parte final de su decreto, Orbegoso expresó, por un lado, que «para ser feliz la República solo necesita paz y tranquilidad, y que de estos preciosos dones se puede disfrutar precaviendo oportunamente las revoluciones» y, por otro, que «las medidas adoptadas en el decreto anterior son las únicas por las cuales se pueden contener los trastornos y revueltas».

El 18 de noviembre de 1836, Santa Cruz dictó un nuevo decreto relativo a esos mismos delitos, en el que señaló que «el origen de todos los males que ha sufrido hasta ahora el Perú, ha sido el espíritu de sedición y de rebeldía, propagados por los ambiciosos, propensos a invadir la autoridad legítimamente establecida para usurpar su poder». Asimismo, que «la obediencia de las autoridades subalternas a todo poder ilegal y revolucionario, es un reconocimiento de este, y un atentado criminal contra la nación». Por ello consideraba necesario, sobre todo teniendo en cuenta la crisis con Chile, «tomar medidas de seguridad, de defensa y de precaución». Con lo cual el Gobierno no hacía sino cumplir con «la obligación sagrada en que se halla con los pueblos que lo han erigido, cuyos votos más ardientes son por la conservación del orden y de la paz, de que ya disfrutan».

En consecuencia, decretó (art. 1) que todo «autor, cómplice, fautor u ocultador de los delitos de sedición, revolución, infidencia, motín y connivencia con los enemigos exteriores, será juzgado por un consejo de guerra permanente, y castigado con la pena de muerte, que se ejecutará a las dos horas de pronunciada la sentencia». Precisando en el art. 2 que debe entenderse «por autor de cualquiera de los delitos mencionados en el artículo precedente, además de los que la ley reconoce como tales, a todo el que intente seducir con promesas, dádivas o amenazas a los militares de cualquier grado, para que abandonen sus banderas, o a cualquiera clase de funcionarios públicos para que obedezcan a una autoridad ilegítima, o cooperen de cualquier modo a la perpetración de los delitos preindicados». En las disposiciones siguientes se mandaba la represión de comportamientos relacionados con los delitos antes indicados hasta con la pena de muerte. Por ejemplo, en caso de traición (art. 4): «Cualquier persona perteneciente a los Estados de la Confederación, que viniere unida a los invasores de su patria, o que coadyuvare de algún modo a las miras de ellos, es traidor, tiene pena de muerte, y será condenado en consejo verbal».

Los vaivenes políticos y la pluralidad compleja de intereses sociales y económicos condicionaron una vez más la regulación del delito de rebelión. Considerando que las leyes dictadas «para prevenir conspiraciones contra el orden público y la Constitución del Estado, no están en armonía con los principios liberales que ha adoptado la República, no son bastantes a evitar la repetición de los excesos que han perturbado la tranquilidad pública, ni a reprimirlos con prontitud», se estimó urgente dictar un nuevo decreto, el mismo que fue promulgado el 13 de agosto de 1851. En su art. 1, se definió la rebelión como «el levantamiento de la fuerza armada o cualquieras otras personas, con el objeto de desobedecer la Constitución o leyes que rigen en la República, o establecer otro orden o sistema político» y en la disposición siguiente se amplió esta definición diciendo que constituye también este delito «cualquier tumulto o asonada de gente, con armas o sin ellas…». Se declararon cómplices de este delito (art. 3) «cualesquiera corporaciones, o empleados civiles, o políticos o de hacienda, o militares, o eclesiásticos, o ciudadanos particulares que suscriban actas u otros documentos, proclamando en ellos principios contrarios…». Después de prescribir diversas medidas respecto a la responsabilidad de los prefectos a combatir la rebelión (art. 4), a la detención de los rebeldes (art. 5), a la pérdida de todo fuero por rebelión (art. 7), se dispone de manera general, en el art. 13, que las personas que se empleen notoriamente a trastornar el orden público o incitar al delito de rebelión serán conminadas para que reformen su conducta y en caso de reincidencia podrán ser trasladadas, por un tiempo limitado, de un punto a otro de la República.

A pesar de haberse declarado la prohibición de las penas corporales, según lo hemos indicado previamente, parece que esto no se respetaba plenamente. Así, por ejemplo, el Congreso dio una ley del 4 de setiembre de 1827, siendo presidente José de La Mar, que consideraba que «la pena correccional de palos introducida en el ejército es de suyo bárbara, infamante, y propia de los españoles que la practicaron en la guerra de nuestra independencia» y que «de sus resultas han muerto muchos a quienes se ha aplicado», se prohibió «en el ejército y armada la pena de palos, no conociéndose otras que las de ordenanza» (art. 1). Asimismo, dispuso (art. 2) que «si un militar contraviniere el artículo anterior, queda por el hecho privado de su empleo, y responsable a los daños y perjuicios». En la siguiente disposición estatuyó que, si «de los palos resulta muerte, será el contraventor juzgado como asesino».

Abolida la pena de muerte mediante el art. 16 de la Constitución, Castilla se vio obligado a establecer, mediante decreto del 21 de noviembre de 1856, la pena sustitutoria que debía imponerse. Así, se dispuso, a la espera de que se sancione el Código Penal, que el máximo de la pena que los jueces y tribunales podían aplicar «es de quince años de presidio con trabajo forzado y prisiones que eviten la fuga de los reos».

Orden y tranquilidad

La represión de comportamientos delictuosos, además de los graves que merecían hasta la pena de muerte, fue igualmente modificada por decisiones particulares, además de las declaraciones generales de que la legislación colonial continuaba siendo aplicada en la medida en que no contradijera los principios del nuevo régimen republicano. Las modificaciones estuvieron impulsadas por las necesidades de asegurar el orden y la tranquilidad en beneficio tanto de los intereses individuales como colectivos.

Como en la colonia, el funcionamiento del sistema administrativo y la informalidad con la que los funcionarios ejercían sus cargos fueron preocupaciones centrales respecto a la organización del nuevo Estado. Siguiendo criterios precedentes, el Congreso dictó una ley sobre el juicio de residencia (26 de octubre de 1822). En el art. 1, se dispuso que «todo funcionario público está sujeto a residencia» y, se agregó, que «el juez que la tomare, a responsabilidad efectiva por acción popular». Así mismo, se ordenó, art. 2, que los «que actualmente gobiernan las provincias, y de cuya conducta reclamaren los habitantes de ellas, serán pesquisados conforme a las leyes», estatuyendo, nuevamente, que queda «sujeto el pesquisador a la responsabilidad que indica el art. 1» y, finalmente, que «los Gobernadores que resultaren criminales, se declaran desde luego inhábiles para estos y otros destinos» (art. 3). Con gran perspicacia, Basadre comenta este acto legislativo diciendo: «Así se inició, con normas incumplidas, la legislación nacional para abordar el problema de la responsabilidad inherente al ejercicio de la función pública» (Basadre, s/f, I, p. 20).

Buscando garantizar la seguridad y tranquilidad públicas, Unanue dictó, el 27 de mayo de 1826, un decreto que establecía que «el consejo militar permanente debe ser sostenido en toda extensión de sus atribuciones, para que los crímenes, que con tanto escándalo se han repetido no solo en la capital y dentro de las cinco leguas de su distrito, sino a mayor distancia, queden condignamente corregidos, y asegurada la tranquilidad pública: que son los objetos sobre los cuales debe velar el Gobierno. Para lo que estatuyó que «por el simple hurto sin otra calificación sea el delincuente penado, conforme a las circunstancias que el hecho ministre, con reclusión desde tres meses hasta diez años al presidio del Callao u obras públicas» (art. 1). Previó la misma pena para los que en, «iguales circunstancias […] perpetren los mismos excesos en todo el distrito de las cinco leguas» (art. 2). Mientras que para «los demás reos, que se remitiesen de mayor distancia», dispuso que «sean juzgados por las leyes comunes de la República» (art. 3). El cumplimiento del decreto era responsabilidad del «Ministro de Estado en el departamento de la guerra» (art. 4).

Prisión por deudas

El uso del poder represivo fuera del ámbito penal se dio, en la época colonial, con el recurso a la «prisión por deudas». Santa Cruz, por decreto del 10 de enero de 1827, dispuso que a «ningún peruano se le impondrá la pena de prisión, ni otra alguna corporal, por deudas puramente civiles, sea cual fuere su importancia» y que «los acreedores podrán usar de otros medios, y pedir las demás seguridades que les concedan las leyes» (art. 1), con lo que, además de excluir del ámbito penal asuntos meramente civiles, se reafirmó en cierta forma el principio de que no hay pena sin delito. Este sentido es aclarado cuando en el primero de los considerandos se recuerda que el art. 117 de la Constitución estatuye que «ningún peruano puede ser preso sin precedente información del hecho, por el que merezca pena corporal…».

Además, en el resto de considerandos, se alegó que «a pesar de esta declaración, los jueces de la República continúan aplicando las leyes españolas que prescriben indistintamente la prisión de los deudores», y que esta práctica es «tan opuesta a los principios de equidad, como a las bases primordiales de nuestras instituciones». También se destacó que, de manera repetida, se ha ordenado que solo «se observen las antiguas leyes en la parte que no contraríen al presente sistema, ni ataquen arbitrariamente la libertad personal, que es la primera necesidad como el primer derecho del hombre social». Por último, se subrayó que «es un deber del Gobierno remover cuantos abusos empañen la recta administración de justicia, y sostener las garantías constituciones por todos los medios que estén a su alcance».

En los artículos siguientes, de modo insuficiente respecto al principio de la legalidad, se previeron ciertas incriminaciones. Como excepción a la regla establecida en el art. 1, se estatuyó, en el art. 2, que «sin embargo, los deudores a quienes se probare fraude, a los que el art. 18 de la Constitución suspende el goce de la ciudadanía, pueden y deben ser presos como delincuentes atentadores a la propiedad pública o privada, y ser juzgados civil y criminalmente según las leyes determinen». En el art. 3, después de señalar, con deficiente técnica legislativa, que es «un deber sagrado de todo ciudadano o habitante de la República, corresponder al beneficio de la protección de las leyes, contribuyendo, a proporción de sus haberes, para costear los gastos del Estado», se declara no aplicable el art. 1 a «las personas que tratasen de eludir el cumplimiento de este deber, excusándose sin motivo legítimo de pagar la contribución que les corresponda con arreglo a la ley, no gozarán del privilegio concedido en el art. 1 debiendo ser considerados como comprendidos en el pf. 2 del art. 18 de la Constitución».

Criterios políticos y morales

Los criterios políticos, éticos y religiosos de los gobernantes iniciales de la República se manifiestan de manera evidente, aunque confusa, en los argumentos expuestos en la parte considerativa del decreto del 3 de agosto de 1825, dictado por el Consejo de Gobierno conformado por Hipólito Unanue, Juan Salazar y José de Larrea y Loredo, por el que se combate y reprime a autores y difusores de publicaciones obscenas. Junto a declaraciones sobre derechos esenciales como la libertad de pensamiento, se expresan diversos criterios moralizantes que reflejan la influencia de la Iglesia católica e, igualmente, la convicción de la eficacia de la represión severa para reprimir a los responsables12.

El punto de partida es considerar que así «como la más firme garantía de la seguridad individual es la libertad del pensamiento, su atrevida licencia es el medio más eficaz para destruirla», pues «difundiendo principios desorganizadores turba la paz doméstica, ataca el orden público, roe las entrañas de la sociedad, y disuelve sus pactos más solemnes». Así, la «desastrosa suerte de naciones opulentas que, en la antigüedad, y en nuestros días nos presentan mil ejemplos de esta triste verdad, debiera ser la lección más persuasiva para no adormecernos en el letargo de una falsa seguridad, ni ser sorprendidos por el espíritu de seducción y sofisma». Señalando que el peligro está ya cerca, se afirma que a «vuelta de los pasados desaciertos y de los reveses de la guerra, ha ganado maravillosamente este contagio; y una prostitución abominable insulta con descaro la divinidad y moral pública, llevando la corrupción hasta la cuna de la inocencia», la que se evidencia en el hecho de que «diversos libros, por una desgraciada perversión del corazón humano, han adquirido a sus autores una infeliz celebridad, porque disfrazan la falsedad y el vicio con encantadores atavíos, se despachan en los mercados y circulan francamente, obstruyendo los canales de la verdadera ilustración, y oponiendo obstáculos enormes a la buena educación de la juventud». En razón de este «abuso escandaloso que se burla de una ley fundamental del Estado, y de un decreto del Gobierno Provisorio» es necesario «el impulso de una mano fuerte que lo reprima en tiempo oportuno», por lo que se justifica que el Gobierno dicte disposiciones contra esta situación, ya que «no puede serle indiferente un mal de tanta transcendencia; que no puede mirar, como patriotas, ni amigos de la República, a los que por un sórdido interés hacen el tráfico vergonzoso de estos libros contrarios a la tranquilidad de los estados».

Como fundamento legal se señaló, primero, que por decreto de 31 de octubre de 1821 «se prohíbe sin restricción alguna la introducción de libros obscenos con láminas o sin ellas, como contrarios a la moral pública y a la educación de la juventud» y se prescribe la «pérdida de ellos para ser quemados por mano del verdugo, y a más de esto, a la multa de 2000 pesos aplicables a la Biblioteca Nacional». Segundo, que según el art. 9 de la Constitución «es un deber de la nación proteger constantemente la religión; y de todo habitante del Estado respetarla inviolablemente». Tercero, que «es inconciliable esta protección de libros impíos que la atacan, se burlan de ella y siembran máximas subversivas del orden social», por lo que se prohíben «los libros cuyo principal objeto es atacar directamente la religión del estado, y la moral pública» (art. 1). Se dispuso que los «reverendos obispos y venerables gobernadores eclesiásticos en uso de sus facultades ordinarias, nombren personas de conocida ilustración, rectitud y celo que cuiden de la ejecución del anterior artículo, requiriendo a las autoridades respectivas y representando al Gobierno acerca de los abusos que en ella advirtieren», con lo que se instituyó una censura en manos de la Iglesia, aunque se dispuso que el Gobierno debía nombrar «un comisionado que vele sobre los mismos objetos y promueva el exacto cumplimiento de las anteriores disposiciones bajo de la más estrecha responsabilidad».

De manera más breve, en el decreto dictado por Luis José Orbegoso el 5 de mayo de 1836, se recurrió a casi los mismos criterios para reprimir diversos ultrajes a los restos mortales de las personas. Esta medida refleja, en particular, la actitud de los gobernantes frente a los intereses de la Corona inglesa, debido a que los ingleses reaccionaban ante el hecho de que los cadáveres de súbditos de la Corona fueran «insultados y despojados de sus vestiduras». En uno de los considerandos del decreto se expone que «nada es más contrario a la piedad, a la razón y a la humanidad, que los ultrajes a los despojos mortales de la imagen del Criador, por la diversidad de cultos».

En consecuencia, se decreta (art. 1) que quien «insulte un cadáver que se conduce a la huesa, el que abra o quebrante cementerio, sepulcro o sepultura, bien para aprovecharse de sus materiales, bien para despojar a los cadáveres allí sepultados de sus vestiduras, bien para desenterrar sus restos o deshonrarlos de cualquier modo y bajo cualquiera pretexto, será juzgado y castigado como ladrón de cosas sagradas, aplicándosele irremisiblemente las penas que detallan las leyes a estos crímenes», disposición completada mediante la aclaración que «exceptúa el caso de exhumación por orden de autoridad competente».

Por último, se autorizó «la importación por el puerto del Callao de túmulos y lápidas sepulcrales, libres de todo derecho». Esta medida se comprende cuando se tiene en cuenta que en los considerandos del decreto se manifestaba que «el Gobierno debe proteger el cementerio británico, y propender a su mejor ornato y decencia, concediendo las franquicias necesarias, para dar una prueba de los sentimientos benévolos que le animan hacía todos los hombres residentes en el Perú, sea cual fuere su creencia».

Se percibe, del mismo modo, la influencia de los mismos criterios moralizadores y religiosos de la Iglesia católica (religión del Estado) en la ley dictada por el Congreso Constituyente, el 18 de noviembre de 1823, para completar la ley de imprenta13. En ella se destacaba la necesidad de ampliar la aplicación de dicha ley a los impresos que se introdujeran del extranjero en la República, para evitar que las medidas tomadas fueran infructuosas y hasta inútiles. Con este objeto dispuso, en el art. 1, que todo «peruano tiene derecho a denunciar los impresos que se introduzcan de otros estados, y que según la ley de libertad de imprenta no se pudieron imprimir en el territorio de la República». En caso de que esos «impresos versan sobre la Santa Escritura, artículos y dogmas de fe, moral, religión, y disciplina esencial de la iglesia», se ordenó que «pasará la denuncia con el impreso a la Junta conservadora de la libertad de imprenta para que los remita al ordinario, quien procederá a la censura con arreglo a la ley de la libertad de imprenta».

Código Penal boliviano

A pesar de que, desde los inicios de la creación e implementación del nuevo Estado republicano se sintió la necesidad de sustituir la legislación colonial, en el Perú no se tomaron iniciativas serias para dictar un nuevo código en el ámbito penal. Durante años se subsanó esta situación, como hemos indicado, con el mantenimiento de la vigencia de las leyes españolas a condición de que no contradijeran los principios republicanos.

Las ideas a favor del dictado de dicho código fueron expuestas en el decreto del 28 de octubre de 1833 dictado por Santa Cruz, presidente de la Confederación Perú- boliviana, por el que puso en vigencia los códigos bolivianos del Estado Nor-Perú. Justificó esta decisión afirmando que, primero, «la regeneración del orden civil del Estado no puede llevarse a efecto, sin una legislación acomodada a sus necesidades, y que no lo es la que hoy rige, por la incoherencia de sus disposiciones, por la diferencia de las épocas y gobiernos en que se sancionaron, y por lo voluminoso de las colecciones en que se encierran»; segundo, que «es universal el clamor por los agravios y retardos que sufren los intereses privados, sometidos a una legislación tan imperfecta, y el deseo de su completa e ilustrada mejora»; tercero, que «la práctica de muchos años ha demostrado, por una dichosa experiencia, la sensatez, equidad, claridad y exactitud de las disposiciones legales contenidas en los Códigos Bolivianos, los cuales han sido además cuidadosamente revisados y acomodados a las circunstancias y necesidades de los pueblos que componen el Estado Nor- peruano».

Al producirse el derrocamiento de Santa Cruz y la desaparición de la Confederación, fueron sin más declarados «insubsistentes e inobservables» el código civil, el de procedimientos y el penal, «denominados Santa Cruz», mediante decreto del 31 de julio de 1838. En los considerandos de este decreto, dictado por Luis José Orbegoso, se expuso que «la opinión pública se ha pronunciado abiertamente contra dichos Códigos» y «que la experiencia ha hecho conocer la repugnancia con que los pueblos los recibieron, no menos que los embarazos que ha tocado en su observancia la administración de justicia» y que «solo a la Representación Nacional compete el sacrosanto derecho de dar leyes a los pueblos». En consecuencia, se restableció «la observación de la legislación preexistente a los Códigos», ordenándose que «los Tribunales y Juzgados se arreglarán a ella en lo sucesivo, mientras que la Representación Nacional delibere otra cosa».

Reglas de policía

Muchos años pasarían hasta que se promulgara el primer Código Penal de la República. Mientras tanto, se siguieron dictando leyes, decretos o reglamentos de índole punitiva.

Por ejemplo, por decreto del 9 de febrero de 1849, el prefecto Dávila autoriza al «intendente de policía para que imponga penas correccionales a los sirvientes, cocineras, lavanderas y nodrizas […] por los abusos que cometieren». Basa esta medida en la opinión del fiscal de la Corte Superior de Lima sobre los efectos supuestamente perjudiciales de las actividades de estos trabajadores para corregir «semejantes desórdenes», aunque más bien parece referirse al comportamiento general de esos trabajadores, en la medida en que manifiesta que —según el intendente— el vecindario sufre ‘males’ debido al «estado de inmoralidad en que se hallan las lavanderas, cocineras y los demás sirvientes domésticos». Los cuales, a pesar de las quejas que recibió, no pudo remediar «porque el reglamento no lo faculta para entender en los juicios de esta clase». Por ello, pide que se agregue al reglamento de policía «un artículo adicional que fije la pena que por vía de corrección pueda imponer y será en su concepto desde cuatro hasta quince días de arresto al servicio de los hospitales».

En su informe del 1 de febrero de 1849, el intendente consideró que no «hay duda que el servicio doméstico está tan mal arreglado entre nosotros, que no hay padre de familia ni persona alguna que necesite de él, que no experimente los abusos que indica la intendencia. Es pues indispensable dictar una medida eficaz que corrija semejantes desórdenes, haciendo laboriosos exactos en el cumplimiento de sus pactos a los individuos que se dedican a esta clase de industria».

Así mismo, estimó que «el objeto de la policía, no solo debe ser el de castigar las infracciones de su reglamento, sino el de precaver los males que puedan ocasionarse, porque su misión debe ser paternal y benéfica». Por tanto, indicó que sería conveniente que, además de preverse la medida que propone, se dispuso que se lleve (1) «un registro de todas las personas destinadas al servicio doméstico en que se anotase la calle y el número de la casa en que vivían», (2) se les obligue «a que no variasen repentinamente de patrones sin que les avisasen ocho días antes de su separación, para que pudiesen proporcionarse otro que lo reemplace», (3) se les imponga «el deber de sacar un certificado de su buena conducta, sin cuyo requisito no podría admitírseles en otra casa».

En contra de la opinión del intendente, el fiscal, en cuanto al lugar de ejecutar arrestos, «no considera a propósito los hospitales, porque está prohibido expresamente por una ley de la Novísima, mandar a ellos a las personas viciosas, pues lejos de servir de provecho alguno, introducirían el desorden y alterarían la tranquilidad que debe haber en los asilos de la humanidad doliente». Por su parte, propuso que «el local aparente es el de amparadas por que esta ha sido su institución y a él se mandaba antiguamente a las mujeres corrompidas».

De conformidad en parte con la opinión del fiscal, el prefecto decidió autorizar al intendente para que conozca de dichos abusos y «aun para que pueda imponerles correccionalmente arrestos que no pasen de tres días, atendiendo también sus quejas sobre el pago de salarios o malos tratamientos». Sin dejar de subrayar que era notoria y «exigente la necesidad que hay de evitar a la mayoría de la población los perjuicios que sufre por el abuso de los sirvientes, cocineras, lavanderas y nodrizas».

Si bien es de destacar la referencia a los posibles conflictos que podían presentarse respecto a reclamos de salarios o a la comisión de maltratos de parte de los patrones, también es evidente que se estigmatiza a los trabajadores como inmorales y viciosos, y para disciplinarlos se recurre al poder punitivo de la misma manera como se había hecho en la colonia14.

Nación homogénea política y culturalmente

Con la vigencia de los principios republicanos, sobre todo con el de igualdad de todas las personas, desaparecieron formalmente las diferencias establecidas entre los pobladores del país durante la Colonia. La constitución del nuevo Estado y la formación de la nación hicieron que se calificara a todos de «peruanos», formalmente con los mismos derechos y obligaciones. De esta manera se excluyó que se llamase a un grupo «indios» o «indígenas».

Este formalismo suponía que se considerase que el largo tiempo de colonización había remodelado plena y profundamente a los nativos, conforme al molde cultural hispánico. La realidad contradecía esta supuesta unidad demográfica y cultural, la misma que desconoció el régimen colonial en la medida en que se reconocieron las diferencias y la necesidad de adecuar las regulaciones a esta realidad. Es de recordar que las Leyes de Indias tuvieron su origen en esta necesidad de tratar diferentemente los aspectos particulares de la poblaciones y bienes de los territorios colonizados.

Los indios constituían la gran mayoría de la población de la nueva república (Espinoza, 1979, pp. 195, 202 y 210), vivían en comunidades colectivistas y se dedicaban principalmente a la agricultura. Una parte de ellos laboraba como yanacones al servicio de un terrateniente. Todos ellos fueron sometidos al pago de una «contribución indígena», reintroducida en 1826 después de haber sido abolida al momento de la emancipación de España. Este tributo era una especie de compensación al Estado por la garantía que este debería brindar a la posesión de las tierras que tenían las comunidades indígenas.

El porcentaje de población blanca era mínimo y estaba constituido por los hijos de españoles nacidos en el Perú, alfabetos e instruidos. Económica y políticamente privilegiados, eran hacendados, mineros, mercaderes, funcionarios, eclesiásticos. Estos criollos heredaron las riquezas y el poder de los grupos dominantes durante la colonia, y fueron ellos, igualmente —como ya hemos manifestado—, quienes impulsaron y dirigieron los movimientos independentistas.

Una vez en el poder, monopolizaron su ejercicio de acuerdo a la manera como constituyeron la administración pública, el congreso y el poder judicial (Suárez, M., 2001, p. 397)15, contando con el apoyo firme de la organización eclesial.

Los indígenas fueron excluidos de los cargos que habían subsistido de la colonia (por ejemplo, autoridad de cabildos, intermediarios en la recolección del tributo indígena), y se les impidió, salvo durante un periodo relativamente corto, ser miembros del parlamento por ser analfabetos.

Según algunos análisis, las poblaciones indígenas, al experimentar el deterioro de su situación con respecto a la que tenían en la colonia, no se identificaron con el nuevo orden republicano, lo que explica que tuvieran una actitud de recelo que provocó rebeliones y aislamiento social y cultural.

Los mestizos, aprovechando la degradación de la situación de los indígenas, se infiltraron en las comunidades y ocuparon, por designación de los gobernantes, los puestos que correspondían, de acuerdo a las costumbres o al sobreviviente derecho colonial, a los indígenas, como era el caso de los que desempeñaban los caciques.

Mención aparte merece la minoría constituida por los pobladores de origen africano y los trabajadores asiáticos, los primeros sometidos a la esclavitud y los segundos a un régimen de servidumbre muy similar a esta última. La esclavitud fue abolida a inicios de la República, pero fue reintroducida años más tarde. Solo en 1854, durante el gobierno de Castilla, su abolición fue definitiva, para lo cual se recurrió a las arcas fiscales para indemnizar a los propietarios (Basadre, s/f, IV, p. 112).

Desde esta perspectiva, los sectores dominantes crearon la «nación imaginaria» Perú. La historia y cultura de los indios excluidos fue integrada como leyenda de un rico pasado, adoptando una serie de personajes y símbolos del Imperio de los incas. Este pasado glorioso coloreaba exteriormente a la República, que en realidad era la continuación de las estructuras sociales, económicas y culturales de la Metrópoli colonizadora.

Una vez asimilados a la categoría de «peruanos», iguales a los blancos, las peculiaridades étnicas y culturales de los indios fueron ignoradas cuando se elaboraron los primeros códigos republicanos en reemplazo de la dispersa legislación sobreviviente de la época colonial o dictada desordenadamente durante las décadas iniciales del nuevo Estado.

Para comprender el tratamiento dado a los indios, hay que tener en cuenta lo dispuesto en la época en la legislación civil y las constituciones. Declarada la igualdad de todos los peruanos, se consideró constitucionalmente a los indígenas como ciudadanos, pero con derechos políticos restringidos. Uno de los criterios de restricción fue su condición de analfabetos, respecto a la cual se estableció una excepción de no ser aplicada durante casi cincuenta años (1849 a 1895), lapso en el que se esperaba fueran alfabetizados en español. Esta medida, claro instrumento de desculturización, fracasó por la incapacidad económica y administrativa de hacerla efectiva.

En ningún artículo del Código civil de 1852 se mencionó a los indígenas, lo que no significó que sus disposiciones no implicaran una regulación implícita de la situación indígena (Basadre, s/f, III, p. 311). Por ejemplo, las reglas sobre la propiedad inmobiliaria influyeron sobre la propiedad y posesión de tierras de las comunidades andinas, los mismos efectos que tuvieron las normas sobre la libertad de comercio, pues los indios y comunidades pudieron enajenar sus propiedades. Asimismo, esto condicionó que la comunidad indígena fuera considerada como una especie de propiedad colectiva cuya abolición era necesaria de acuerdo con el sistema liberal.

Tampoco en el primer Código Penal de 1863 se mencionó a los indígenas o alguna de las circunstancias sociales o culturales que los distinguían de los demás, si bien no fueron plenamente ignorados, pues muy bien estaban presentes en los diversos debates sobre la instauración del nuevo sistema social y político, sobre todo como factor económico (tributo indígena) y personal (fuerza de trabajo en la agricultura y la minería). Por ello, en buena cuenta, fueron considerados como ‘peruanos’, al igual que los ‘blancos’, con la ilusión de que se integrarían plenamente a la nación.

Los ‘blancos’ eran considerados la ‘raza superior’16 y debido a esto el mestizaje con la población india produciría descendientes en los que predominarían sus caracteres y, a la larga, la población peruana devendría en ‘blanca’. Manrique señala que «de aquí nacen las grandes paradojas de la historia republicana» y constata enseguida la «existencia de una república sin ciudadanos, donde una minoría se sentía la encarnación de la nación, con el derecho de excluir a las grandes mayorías sociales» (1995, pp. 50 y 140)17. Debido a esta ceguera ideológica, es comprensible que la legislación penal fuera elaborada para esa imaginaria población de cultura homogénea.

No está de más recordar que en el mensaje de remisión del proyecto de 1859 se manifiesta la convicción de que «la comisión no ha hecho ni debido hacer otra cosa que adoptar lo más conveniente a la sociedad peruana, estudiando sus costumbres, su carácter y sus inclinaciones» (Tejada, 1859, p. III), para lo cual «el código español [de 1848-50] ha servido de una luminosa guía en este trabajo, y la comisión juzga propio de su sinceridad rendirle aquí el homenaje debido, confesando que después de meditados estudios ha creído encontrar en sus disposiciones los más saludables principios y las mejores indicaciones de la ciencia». Esta fidelidad al modelo hispánico fue justificada por considerar que «estando las costumbres de los peruanos “vaciadas en los moldes imperecederos de las leyes y del idioma de Castilla” no era posible alejarse de aquel modelo (Idem)».

Así, se habría producido el proceso colonial de sometimiento e integración de las poblaciones indígenas, sobre el cual se ha manifestado acertadamente: «A partir del virreinato de Toledo hasta el acceso de los Borbones al trono, se produce una organización social sistematizada y estatal que inserta las masas indias a la estructura total del país. Durante todo este proceso los españoles remodelan la ‘raza india’ como ‘casta’ perteneciente a la ‘cultura hispánica’, pero sometida a los ‘blancos’ en condiciones discriminatorias. En estas condiciones, la inserción de los ‘indios’ a las estructuras coloniales se logra cada vez más, pero conservando siempre para ellos los caracteres y las prescripciones que impiden el paso desde la casta discriminada hacia otros grupos sociales» (Bravo Bresani, 1970, p. 93).

Primer Código Penal republicano

El primer Código Penal fue promulgado, después de una amplia discusión por parte de diversas comisiones, por Ramón Castilla (1863), primer gobernante que tuvo una visión integral de la problemática nacional. En el campo penal, durante sus dos gobiernos se dictaron, por ejemplo, diversos reglamentos de Policía y, además, se trató de mejorar la Gendarmería y de organizar el sistema carcelario y estatuir los primeros códigos. Con razón, Basadre escribió que fue Castilla, «desde el punto de vista cronológico, el primero en dar muchas veces eficacia a la tarea de hacer uso del Estado como instrumento para ir ampliando una empresa común de todos los peruanos en beneficio de la mayoría de los peruanos, dentro de una unidad de destino» (Basadre, 1968, p. 162; cfr. Mariátegui, 1972, p. 22; Belaunde 1980, p. 8).

Un aspecto interesante de esta época crítica del país (1850-1870) fue el desarrollo de los debates sobre el mantenimiento o la abolición de la pena de muerte, los que tuvieron lugar, principalmente, en el seno del Congreso o de la Convención. Así, al elaborarse la Constitución de 1856, de corte liberal, se impusieron los partidarios de la abolición. En su art. 16 se estatuyó que «la vida humana es inviolable; la ley no podrá imponer pena de muerte», supresión que fue confirmada al redactarse la Constitución de 1858. Sin embargo, debido a la inestabilidad política, en el Congreso de 1860 continúo esta pugna en torno a la pena capital y se planteó una solución intermedia, según la cual dicha pena solo debería ser impuesta a los responsables del crimen de homicidio calificado. Con ello que se otorgaba al juez la posibilidad de imponer o no la pena de muerte, según las circunstancias sociales, en este caso tan grave. De este modo, al mismo tiempo que se reforzaba el derecho de la sociedad a su propia conservación se restablecía el orden social como fin fundamental de la pena.

Los opositores a la restauración —aunque limitada— de la pena de muerte recurrieron al repetido argumento liberal que reconoce como objetivo exclusivo de las penas la corrección moral del criminal y al que niega a la sociedad el derecho de matar a un ser humano. Alegaron, igualmente, que las medidas más eficaces para combatir la delincuencia consistían en aumentar las fuentes de trabajo, ya que esta era promovida por la ociosidad, la vagancia y la miseria (Basadre, 1968, IV, pp. 212-213). Por mayoría, se aprobó el art. 16: «La ley protege el honor y la vida contra toda injusta agresión; y no puede imponer la pena de muerte sino por el crimen de homicidio calificado». En opinión de Basadre, la gran conquista obtenida entre 1856 y 1961 fue la abolición del «cadalso político» (p. 298).

A modo de conclusión

La debilidad e inestabilidad del naciente Estado republicano explican su incapacidad para implementar un sistema gubernamental eficaz. La preocupación predominante fue de orden político, y se manifestó en las repetidas constituciones que se dictaron al ritmo de los cambios en la tenencia del poder.

En este contexto, las cuestiones relacionadas con la delincuencia fueron, consecuentemente, consideradas secundarias respecto a la organización de una reacción estatal, tanto en la elaboración de una legislación adecuada como en la implementación de un sistema conveniente de ejecución de penas.

La vigilancia y el control de las personas y de los bienes continuó de facto con los mecanismos establecidos a lo largo del periodo colonial, es decir, aquellos instituidos con la implementación de instituciones previstas normativamente, pero sobre todo por su funcionamiento directo e inmediato sobre las relaciones sociales. Se produce entonces un claro distanciamiento entre el discurso ideológico, inspirado en las concepciones de los filósofos y políticos de la Ilustración, y las prácticas concretas de control social heredadas de la colonia. Este desfase se produjo también en la Francia republicana, donde, por ejemplo, se mantuvo la pena de muerte, pero aboliendo los suplicios y torturas para ejecutarla. La ejecución fue ‘democratizada’ y ‘humanizada’ según el discurso ideológico, ya que se impuso, con el recurso a la guillotina, una técnica expeditiva e igualitaria para aplicarla a cualquier condenado. En el Perú se escogió el fusilamiento. La frecuencia del recurso a esta pena fue condicionada por las luchas políticas en el ámbito de lo que podría calificarse, en nuestra terminología, de delincuencia política (rebelión, sedición, traición, etcétera).

Los arrestos y las detenciones de carácter punitivo siguieron practicándose, al mismo tiempo que se rechazaban las condiciones inhumanas en que se afirmaba habían sido ejecutadas en la Colonia. Solo progresivamente y a medida en que se implementaba el Estado, la prisión fue transformada en pena principal, a la manera de lo que acontecía en España y demás países europeos. Sin embargo, nada eficaz pudo hacerse para que cumpliera los objetivos imaginados. Con frecuencia, su ejecución en locales privados como panaderías, manufacturas o haciendas, comportó una grave servidumbre. En el caso de las mujeres, se recurrió a centros de caridad o beneficencia a cargo de órdenes religiosas, donde se les preparaba, por ejemplo, para el servicio doméstico en las casas de familias pudientes.

El control y la administración penal de las trasgresiones fueron desiguales y discriminadores debido a la ideología de la élite dominante, que imaginaba al Perú como una nación única étnica, cultural, religiosa y políticamente. De aquí parten las raíces que han seguido y siguen creciendo hasta nuestros días, a pesar de que se haya avanzado formalmente en el establecimiento de un estado de derecho.

Notes:
  • 1

    Consultar textos en: http://www.gabrielbernat.es/espana/leyes/ldb/ldb.html. Las Leyes de Indias se encuentran en el enlace: http://www.leyes.congreso.gob.pe/leyes_indias.aspx.

  • 2

    Cfr. Pastor, 2013, p. 182; Espinoza, 1979, pp. 214 y 221.

  • 3

    Sobre el juicio de residencia, consultar García Marín, 2010, pp. 761-775.

  • 4

    «El terror como estrategia de gobierno. La ley penal y su ejecución como política. ¿Cómo conseguir que la gente no realice o bien delitos contra la fe o bien delitos de otra índole? —que también de alguna manera son contra la fe, incluso el hurto, puesto que el mandamiento correspondiente, creo que es el octavo, dice aquello de “no hurtar”—. ¿Cómo conseguir eso? Matando a los enemigos de Dios, haciéndonos así amigos de Dios o matando a los enemigos del rey que es el defensor máximo de Dios y el amigo máximo de Dios pues que bastante enemigos de Dios mata. La coherencia me parece muy clara» (Tomás y Valiente, 1996, p. 256).

  • 5

    «El estudio histórico-jurídico sobre los orígenes y la naturaleza jurídica de la prisión finaliza a las puertas del siglo XIX, cuando precisamente la ciencia jurídico penal nacida de la Ilustración la redefine y consolida en el ordenamiento jurídico español como medida cautelar, de un lado, y como su más característica forma de sancionar, de otro. La prisión como ‘pena de las sociedades civilizadas’ se impuso entonces a otras penas propias del Antiguo Régimen, porque comenzó a considerarse que la libertad era el único bien que pertenecía a todos de la misma manera (es el castigo ‘igualitario’), y porque incorporaba el elemento de utilidad que comenzaban a reivindicar cada vez con más fuerza los pensadores ilustrados (s. XVIII y XIX)» (Ramos Vásquez, 2008, p. 26).

  • 6

    Foucault, 2013, p. 66, citando a A. Duport, en Archives Parlamentaires, 1786-1860: 648, col. 1.

  • 7

    Flores Galindo indica que existían en Lima tres cárceles llamadas «de Corte, Ciudad e Inquisición», de «estado deplorable». En las que, en realidad, solo estaban encarcelados un número reducido de presos, debido a que la mayor parte de reos purgaban sus penas «en centros laborales: en las edificaciones del puerto, construcciones urbanas… hospitales, la casa de desamparados, las zapaterías y, sobre todo, en los centros de abastos y de elaboración de pan».

  • 8

    Cfr. Mathison, 1973, p. 95; Proctor, 1973, p. 119.

  • 9

    Los textos de las diversas disposiciones legales citadas y concerniendo el inicio de la República han sido consultados y tomados del enlace: http://www.leyes.congreso.gob.pe/LeyNoNumeP.aspx (buscadas por fecha de publicación).

  • 10

    La agresividad y osadía de los bandoleros se acentuó debido a que, por pedido o coacción de los caudillos políticos, aumentaron en número y poder. Un caso ejemplar es la invasión y saqueo de Lima por los bandoleros encabezados por León Escobar en enero de 1836, acontecimiento que sucedió cuando Salaverry marchó a combatir a Santa Cruz, propulsor de la Confederación Perú- boliviana, y las tropas de Orbegoso aún no llegaban a Lima. Los bandidos fueron combatidos por marineros provenientes del Callao. Ya vencidos fue capturado León Escobar, a quien fusilaron, sin proceso, en la plaza de armas delante de mucho público.

  • 11

    Castigo militar que consistía en que el condenado corría con la espalda desnuda entre dos filas de soldados que le azotaban.

  • 12

    «La gravedad de la pena que el Derecho secular establecía para una acción reprobable de carácter espiritual, explica a las claras la doble referencia con que hay que enjuiciar las acciones delictivas a lo largo de la Baja Edad Media y Moderna. En definitiva, la íntima relación que existía entre la noción de delito y la de pecado explica que el Derecho secular contemplase y castigase como verdaderos delitos acciones humanas que, en principio, sólo afectaban al fuero de la conciencia» (García Marín, 2000, p. 75).

  • 13

    http://www.leyes.congreso.gob.pe/Documentos/LeyesXIX/1823111.pdf.

  • 14

    De manera satírica Fuentes (1988, p. 178) se refiere a los guardianes del orden (serenos, celadores), a algunos castigos aplicados a ciertos trabajadores como los aguateros (privación temporal del oficio y la enmeladura) y los carretoneros (el arco). Fuentes (p. 185) cuenta que el aguador «tenía como contrapeso de su voluntad soberana, la más soberana del alcalde de su parroquia: la autoridad del alcalde era dictatorial y su Código Penal tan severo, que, a no recaer los castigos sobre los negros aguadores, quizás se hubiera sentido compasión hacía el castigado».

  • 15

    A pesar de las difíciles relaciones entre la corona y los mercaderes, éstos se declararon vasallos y fieles colaboradores de aquella. Los mercaderes lograron tener gran libertad de acción. Los puestos públicos habían sido tomados por criollos, el comercio era controlado por los mercaderes de Lima y la administración debía pactar con la élite para hacer cualquier reforma. Bastaba una contribución pecuniaria para que el rey permitiese que sus leyes fueran burladas. No había por tanto ninguna razón de peso para romper el vínculo con España… no había ningún motivo para propiciar un alejamiento, al menos por parte de los mercaderes. De modo que el vínculo colonial se mantuvo en el XVII fue por la misma debilidad de la corona, que permitió que las élites americanas tuvieran en sus manos el control de su propio territorio.

  • 16

    En el art. 2 de la ley del 14 de octubre de 1893, «Señalando un sistema de inmigración que permita explotar las riquezas naturales de la República», se estatuyó que son inmigrantes «1. Los extranjeros de raza blanca, menores de 60 años…».

  • 17

    Cfr. Thurner, 2005, p. 15.