El abuso del sistema penal

Sumario

  1. Un enfoque analítico
    1. El objetivo de la moderación punitiva
    2. El objetivo de la inclusión social
  2. Panorama de reglas y prácticas punitivas
    1. La criminalización de conductas
      1. La selección de conductas punibles
      2. Penas máximas
      3. Sistema de sanciones
    2. Persecución de conductas
      1. Control de espacios públicos
      2. Garantías penales
      3. Derecho penal juvenil
      4. Sistema de determinación de la penal
      5. Internamientos de seguridad
    3. Ejecución de sanciones
      1. Régimen penitenciario
      2. Estatus legal y social de delincuentes y exdelincuentes
      3. Registros policiales y penales
  3. Conclusiones

La numeración del artículo se ha adaptado al formato de la revista DPPC. El artículo original está disponible en formato PDF.

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Un enfoque analítico

Resulta difícil valorar en qué medida un determinado sistema nacional de control penal está abusando de los medios punitivos puestos a su disposición si no se determina previamente cuáles son los legítimos objetivos que se persiguen con esos medios. Es preciso, por tanto, adoptar una determinada perspectiva analítica para poder juzgar los excesos en los que los agentes de control penal pueden estar incurriendo. De eso nos ocupamos en las próximas dos secciones.

El objetivo de la moderación punitiva

La actual política criminal tiene una fuerte tendencia a comprender y comparar los diferentes sistemas nacionales de control penal desde una única perspectiva, la de su mayor o menor rigor punitivo. La dimensión rigor/moderación penal se ha convertido así en el hilo conductor de la mayoría de las interpretaciones de la realidad político-criminal en los diferentes países. Es más, esta hipótesis interpretativa ha mudado paulatinamente de significación hasta convertirse en un criterio de evaluación de las diferentes políticas criminales nacionales.

Esta pauta evaluativa asume que todo sistema de control penal nacional, al mismo tiempo que lleva a cabo las intervenciones sociales exigibles para obtener sus fines preventivos, debe asegurarse de que el control penal no cause más sufrimiento del estrictamente necesario. Esto implica que las conductas amenazadas con pena sean las imprescindibles para proteger los intereses relevantes de la sociedad, y que quienes por su conducta sospechosa o delictiva entren en contacto con los órganos de prevención y persecución de delitos o de ejecución de penas padezcan molestias y aflicciones moderadas como consecuencia de su comportamiento2. Este objetivo resultaría tan trascendente que justificaría valorar los diferentes sistemas penales nacionales de acuerdo al grado en que se acercan a una óptima moderación punitiva, sin merma de sus objetivos preventivos.

Cabe preguntarse por qué, pese a la fuerte dependencia valorativa y cultural a la que están sometidos los conceptos de rigor o moderación penal, este enfoque ha conseguido tan amplio predicamento (Hinds, 2005; Cavadino & Dignan, 2006, pp. 3-49; Downes & Hansen, 2006; Tonry, 2007, pp. 7-13; Lappi-Seppälä, 2008; Larrauri Pijoan, 2009). Pueden mencionarse algunas razones: la hipótesis de que la mayoría de los países occidentales camina hacia un progresivo endurecimiento penal ha resultado muy sugestiva, y ha calado en el debate político-criminal3. A su vez, un programa dirigido a disminuir la presión punitiva recoge fácilmente adhesiones en el mundo de la reflexión político-criminal. También ha podido influir la claridad y contundencia conceptuales de esta perspectiva, que sugieren que podrá ser explicitada a partir de unos pocos indicadores reveladores. Y, en efecto, no se puede olvidar que desde un primer momento ha usado unos indicadores de rigor punitivo fácilmente accesibles, lo que sin duda aumenta su atractivo.

Sin embargo, analizar y evaluar las diversas políticas criminales nacionales en torno al mayor rigor o moderación punitivo que exhiben conlleva inconvenientes teóricos y metodológicos significativos.

Desde una visión teórica, el objetivo de la moderación punitiva se inserta en un contexto ideológico excesivamente pobre. En realidad, podríamos considerarlo una aproximación «buenista» o humanitaria a la política criminal, que se conforma con garantizar que todo sistema de control penal —al margen del modelo seguido o de los objetivos pretendidos—alcance un rigor que se considere aceptable. De ahí que se haya dicho que es una propuesta evaluativa que solo tiene capacidad crítica respecto a políticas que originan un incremento de la intervención penal, pero no frente a las que mantienen o hacen descender esa intervención (Brodeur, 2007, p. 67; Webster & Doob, 2007, pp. 300-301). Ello no quiere decir que la moderación punitiva sea un rasgo o un objetivo intrascendente. Muy al contrario, como tendremos ocasión de ver, se integra necesariamente en un programa político- criminal más amplio y complejo, del que constituye un elemento imprescindible.

En realidad, la asignación de un papel sobresaliente a la moderación punitiva no es más que el correlato de la adopción del garantismo como modelo político- criminal. En este caso, poniendo el énfasis en la extensión e intensión de las intervenciones penales. Pero creo haber probado en otro lugar que el garantismo —sin perjuicio de su función indispensable en todo sistema de justicia penal— no reúne las características para convertirse en una estrategia de lucha contra la criminalidad o, lo que es lo mismo, en un modelo político-criminal (Díez-Ripollés, 2004, pp. 31-33; Zaffaroni, 2007, p. 184).

El garantismo erige un convincente e imprescindible ámbito de salvaguarda de las libertades públicas y los derechos fundamentales de los ciudadanos frente al ejercicio del ius puniendi, para lo que identifica convincentes principios a respetar en la determinación de los objetos de tutela penal, en la persecución penal, en la configuración y dilucidación procesal de la responsabilidad penal, y en el desarrollo del sistema de penas y su ejecución. Esta refinada construcción conceptual ha de tenerse en cuenta y debe ser respetada por los poderes públicos en el marco de cualquier estrategia político-criminal. Sin embargo, carece del contenido necesario para fundamentar una política pública como es la criminal: para ello es preciso una estrategia de intervención social que, integrada en el conjunto de las políticas públicas, desarrolle objetivos específicos y evaluables encaminados a prevenir la delincuencia dentro, en todo caso, de parámetros socialmente asumibles. El garantismo, por el contrario, se detiene en la identificación y puesta en valor de esos parámetros comunes a toda política criminal propia de un estado de derecho, pero no da indicaciones sobre qué alternativa político-criminal, de entre las compatibles con esos parámetros, se ha de escoger4.

Desde una visión metodológica, el objetivo de la moderación punitiva se sirve de indicadores excesivamente limitados. De hecho, se concentra de forma predominante en uno, la tasa de encarcelamiento por 100 000 habitantes. El indicador tiene, sin duda, muchas virtudes: es fácilmente accesible a partir de fuentes fiables diversas; permite disponer, dada su elaboración desde hace tiempo, de series de datos que abarcan periodos temporales extensos; se centra en la sanción más dura que un sistema penal puede imponer, salvo la pena de muerte; y suele ser una sanción que refleja bien el resultado de las políticas y prácticas punitivas del conjunto del sistema penal respectivo (Cavadino & Dignan, 2006, pp. 4-5; Tonry, 2007, p. 7).

No obstante, la doctrina criminológica y político-criminal ha puesto de manifiesto reiteradamente sus insuficiencias: ante todo, por concentrar indebidamente la evaluación del rigor de un sistema penal en el uso de la pena de prisión, marginando otros indicadores también idóneos, como el número de procedimientos penales y de los que acaban en condena, la duración de las penas en general, la intensidad y frecuencia de penas distintas a la prisión o la acumulación de penas, entre otros.

Además, puestos a medir el uso de la prisión en un determinado sistema penal, el manejo casi exclusivo de la tasa de encarcelamiento por 100 000 habitantes deja sin considerar otros indicadores relevantes, como la duración media de las penas de prisión impuestas, el número de ingresos, la efectiva estancia media en prisión, o los internamientos al margen del sistema penitenciario. Sin que deban olvidarse determinadas prácticas o acontecimientos que pueden enmascarar notablemente los datos, como el empleo de listas de espera para ingresar en prisión, o la existencia de indultos generales (Balvig, 2004, p. 169; Tonry, 2007, pp. 8-14; Tamarit Sumalla, 2007b, pp. 6-27; Lappi-Seppälä, 2007, pp. 254-258, 266-270; Newburn, 2007, pp. 435-436, 442-445; Snacken, 2007, pp. 145-150; Downes, 2007, pp. 95-96, 97, 99; Levy, 2007; Roché, 2007, pp. 502-511, 539-540; Pratt, 2008, p. 135; Nelken, 2010, pp. 61-66)5.

De todos modos, la crítica metodológica precedente no cuestiona la indudable valía del indicador de encarcelamiento y de sus indicadores asociados para caracterizar aspectos relevantes de un sistema de control penal. Lo que se discute es que se pretenda evaluar todo un sistema de justicia penal o, si se prefiere, su rigor casi de modo exclusivo a partir de datos relativos a los niveles de encarcelamiento. Eso no impide que esa información tenga un papel destacado en modelos analíticos más complejos.

El objetivo de la inclusión social

Otra forma de analizar y evaluar las diferentes políticas criminales nacionales atiende a la capacidad del sistema penal para fomentar la inclusión social y minimizar la exclusión social de los ciudadanos objeto de las intervenciones penales (véase Díez- Ripollés, 2011). Esta perspectiva tiene un alcance mayor que la precedente, pues incide en el mismo núcleo de los objetivos preventivos del correspondiente modelo político-criminal. Ya no se trata, como en el enfoque anterior, de asegurar que la estrategia preventiva escogida, cualquiera que esta sea, se mantenga dentro de los márgenes de la moderación punitiva. La dimensión inclusión/exclusión social expresa dos opciones diferenciadas de estrategia preventiva.

La alternativa incluyente aspira a que la selección de las conductas amenazadas con pena se rija por criterios imparciales de lesividad social del comportamiento, sin sesgos que discriminen o instrumenten a ciertos grupos sociales o colectivos. También aspira a que sospechosos o delincuentes se encuentren, tras su contacto con los órganos de control penal, en iguales o mejores condiciones individuales y sociales para desarrollar voluntariamente una vida conforme con la ley.

La alternativa excluyente considera que la selección de las conductas amenazadas con pena debe trascender la mera identificación y control de las conductas socialmente lesivas, y perseguir objetivos adicionales de control de ciertos grupos sociales o colectivos. Al mismo tiempo, estima que ha de garantizar que el sospechoso o delincuente se encuentre, tras su contacto con los órganos de control penal, en unas condiciones individuales y sociales en las que le resulte más difícil infringir la ley o evitar ser descubierto (Cavadino & Dignan, 2006, pp. xiii, 28, 338-339; Brodeur, 2007, pp. 54-60, 81-82).

Como se puede apreciar, mientras el objeto de la intervención penal en las decisiones de penalización de conductas es el conjunto de la población, cuyos diversos grupos y colectivos pueden recibir o no un tratamiento igual, en el momento de la persecución y ejecución penales lo el objeto serán aquellas personas directamente sometidas a los órganos de control penal en su calidad de sospechosos, condenados y excondenados.

La opción por la inclusión social, aquí defendida, se funda en la hipótesis de que un derecho penal imparcial en sus contenidos de tutela —y que logra al menos mantener un cierto nivel de inclusión social de sospechosos, delincuentes y exdelincuentes— es una de las más eficaces estrategias para la prevención de la delincuencia a medio y largo plazo. Otra hipótesis cual sostiene que el sectarismo a la hora de definir los objetos de protección del derecho penal, y la creación o consolidación de la exclusión social de sospechosos, delincuentes y exdelincuentes por las instituciones de control penal genera mayor delincuencia a medio y largo plazo6.

Sin embargo, aunque la maximización de cada una de las pretensiones camina en direcciones en buena medida contrapuestas7, el programa político-criminal incluyente no descarta determinados contenidos del programa excluyente, aunque sí se diseña de modo que la combinación adoptada refleje un óptimo de inclusión social.

Por otra parte, inclusión/exclusión social y moderación/rigor punitivo no son dos dimensiones paralelas. De hecho, intereses ligados a la obtención de la inclusión social pueden llevar en ocasiones a establecer intervenciones penales o reacciones al delito más aflictivas que las exigidas en virtud de intereses de exclusión social. De todos modos, lo habitual será que inclusión social y moderación punitiva mantengan una estrecha y directa relación. Lo que sucede es que la dimensión inclusión/exclusión social incorpora una visión más compleja y rica de los fenómenos político-criminales.

En cualquier caso, las dos hipótesis señaladas están pendientes de demostración8, y aunque no es ese el objetivo de este trabajo9, solo lograremos avanzar en el contraste empírico de las prestaciones preventivas de los modelos incluyente o excluyente si logramos identificar reglas y prácticas punitivas que generen inequívocamente uno u otro efecto. Esta identificación no debe realizarse en un plano teórico, sino acudiendo a reglas y prácticas punitivas extendidas en el mundo occidental desarrollado, sea porque son objeto de aplicación en diferente medida, sea porque su eventual uso forma parte del debate político-criminal contemporáneo. Y esta es una labor a la que sí puede colaborar este estudio sobre el abuso del derecho penal.

Panorama de reglas y prácticas punitivas

A continuación, vamos a enumerar y describir sucintamente un conjunto de reglas y prácticas punitivas que se acomodan a lo acabado de decir. Las agruparemos en tres grandes bloques, correspondientes a los tres momentos determinantes de la intervención penal: la criminalización, la persecución penal y la ejecución de las sanciones. Dentro de cada uno de ellos haremos subgrupos que reunirán reglas o prácticas conceptualmente cercanas o que comparten un ámbito común. La selección se hará atendiendo a los efectos socialmente excluyentes que se estima que producen.

Criminalización de conductas

La selección de las conductas punibles

Es un hecho comprobado que desde hace al menos un par de décadas existe en un gran número de países una desenfrenada actividad legisladora penal. En muchos casos el fenómeno no puede justificarse por un incremento de las conductas socialmente desviadas o por una mejora de su prevención. Más bien se explica porque el derecho penal se ha convertido en un instrumento sobresaliente para conseguir objetivos políticos y sociales que poco o nada tienen que ver con la prevención de la delincuencia. Este abuso del derecho penal tiene, por otra parte, consecuencias sobre la calidad de las decisiones legislativas: en la medida en que el objetivo predominante es producir determinados efectos simbólicos o que apacigüen a la población, se trata de leyes oportunistas y coyunturales, en las que no se reconoce una decisión racional ajustada a la realidad social sobre la que se quiere intervenir ni a efectos acreditados de control de la delincuencia.

Esta expansión de la legislación penal tiene una vertiente cuantitativa y otra cualitativa. La primera se expresa en la incesante ampliación del ámbito de las conductas delictivas existentes y la creación de otras nuevas, acompañadas de un endurecimiento de la reacción penal. Por el contrario, los procesos de despenalización, frecuentes en otras épocas, brillan por su ausencia.

La expansión cualitativa, por otra parte, se concentra mayoritariamente en unas pocas conductas: ciertamente el rechazo social cada vez más enérgico de las conductas violentas expresa una nítida línea reformadora, que incluye también las conductas terroristas. Pero, más allá de eso, resulta ilustrativo comprobar las otras áreas preferentes de intervención: delitos de tráfico ilegal de drogas y personas y delitos patrimoniales tradicionales, ambos llevadas a cabo sobre todo por colectivos socialmente desfavorecidos, como minorías, pobres, extranjeros o jóvenes; y delitos sexuales, por lo general con una incidencia limitada, pero adecuados para proyectar sobre sus autores, las auténticas brujas contemporáneas, una desmesurada reacción penal encaminada a calmar malestares e inquietudes sociales de origen muy diverso.

En contraste, abundan decisiones legislativas que crean un derecho penal condescendiente para los delincuentes de clase media alta, bien integrados socialmente, y para quienes se diseña un derecho penal que abre vías de escape mediante propuestas de autoorganización, premios a la delación y compensaciones económicas, con un uso excepcional y moderado de la prisión.

Este manejo ventajista de la legislación penal para fines que no le son propios, que ignora principios como los de lesividad, subsidiariedad y proporcionalidad, y que concentra el rigor penal en colectivos desfavorecidos o útiles como vehículo de expresión, no fomenta —por su carácter arbitrario y socialmente sesgado— la adhesión a las normas penales ni, en consecuencia, la inclusión social (véase Haffke, 1976; Tham, 2001; Díez Ripollés, Prieto & Soto, 2005; Lappi-Seppälä, 2007, pp. 234, 246, 252, 256; Snacken, 2007, pp. 150-172; Newburn, 2007, pp. 436-449; Dünkel, Lappi-Seppälä, Morgenstern & Van Zyl Smit, 2010, pp. 1042-1048; Díez-Ripollés & García Pérez, 2008; Díez-Ripollés, 2013a; Hofer & Tham, 2013, pp. 46-49).

Penas máximas

Sin duda la pena de muerte, a pesar de su persistencia en un número significativo de países —entre ellos algunos muy relevantes— está en retroceso en todo el mundo. Algunas regiones como Europa o Latinoamérica prácticamente la han erradicado, y a este respecto los organismos internacionales regionales han cumplido un papel muy activo.

Sin embargo, las penas de prisión muy largas están mostrando un florecimiento. Numerosos países han introducido en su legislación penas que superan holgadamente los veinticinco e incluso los treinta años de prisión, y la pena de cadena perpetua en lugar de retroceder se consolida, avalada en ocasiones por prestigiosos tribunales internacionales como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Las reforzadas leyes sobre reincidencia y la desproporcionada reacción a delitos especialmente reprobados como asesinato, terrorismo, tráfico de drogas, delincuencia organizada y delitos sexuales, entre otros, hacen que el encarcelamiento de por vida sea una opción real. Las penas de prisión muy largas o perpetuas aspiran primordialmente a volver inocuo al delincuente, siéndoles ajenos objetivos como el de su resocialización, e incluso el principio de proporcionalidad. Ciertamente está extendida la posibilidad de revisar la pena de cadena perpetua transcurrido un periodo de tiempo que pocas veces es inferior a los veinte años, si se aprecian progresos en la reintegración social del condenado. Pero no se puede ignorar que el largo tiempo de internamiento ya transcurrido y la incertidumbre sobre la decisión que se vaya a adoptar son factores que desaniman cualquier esfuerzo del penado en ese sentido. Son, pues, estas penas un instrumento privilegiado para la exclusión social de los delincuentes mediante su directa segregación de la sociedad (véase Zimring, 2003; Penal Reform International, 2007, pp. 1-11; Díez Ripollés & Busch-Geertsema, 2008, pp. 502-503; Arroyo, Biglino & Schabas, 2010; Garland, 2010; Cervelló Donderis, 2015, pp. 59-108)10.

Sistema de sanciones

Los efectos desocializadores de la pena de prisión han sido bien establecidos hace tiempo. Sin embargo, sin perjuicio de las marcadas diferencias entre las tasas de encarcelamiento de las diferentes regiones y países11, su arraigo en el sistema de penas se encuentra en expansión. No es solo la frecuencia con que se elevan los límites máximos de las penas de prisión previstas para muy diversos delitos, que en ocasiones suponen penas más severas que la cadena perpetua revisable. Merece igualmente destacarse la recuperación del prestigio y empleo de las penas cortas de prisión; hasta hace poco renegadas por sus efectos contradictorios con la reinserción social, ahora son reclamadas por sus potentes consecuencias intimidatorias.

Asimismo, el optimismo generado por la proliferación de sanciones diferentes a la prisión debe moderarse, por más que estas sanciones están atentas a la reintegración social del delincuente o a no obstaculizar esta reinserción. Ante todo, no debemos pasar por alto que su crecimiento se ha visto frenado —nada más iniciarse— en regiones como Iberoamérica, al compás de la consolidación del rigorismo penal. Además, el fenómeno de expansión de red da lugar a que tales sanciones en gran medida no sustituyan a las penas de prisión, sino que, más bien, extiendan el control penal a ámbitos donde no llegaba o solo lo hacía ocasionalmente. Por su parte, aunque la pena de multa ha acreditado en las sociedades afluentes una aflictividad suficiente para sustituir la pena de prisión en numerosos delitos, su uso desproporcionado puede producir notables efectos socialmente excluyentes. Es el caso si esta conduce con excesiva frecuencia al arresto sustitutorio o si genera cargas pecuniarias insuperables durante un tiempo prolongado.

Un buen ejemplo de la ambivalencia de las nuevas penas es el control electrónico de los delincuentes. Su práctica oscila entre su consideración como una pena que limita efectivamente los movimientos y las actividades del penado sin necesidad de proceder a su encierro, y su uso como instrumento omnipresente e insensible de control del comportamiento de suspensos y liberados condicionales que incrementa exponencialmente el número de revocaciones e ingresos en prisión (véase Tonry, 1996, pp. 100-133; Hofer, 2000; Petersilia, 2003, pp. 88-92; Tamarit Sumalla, 2007b; Díez Ripollés & Busch-Geertsema, 2008, pp. 501-504; Lindström & Leijonram, 2008; Harris, Evans & Beckett, 2010; Aebi, Linde & Delgrande, 2015).

Persecución de conductas

Control de espacios públicos

La ciudad constituye un lugar privilegiado de interacción social que facilita la relación entre conocidos y extraños y que, bien estructurada, genera sentimientos de pertenencia con un importante componente de integración social. A la vez, la ciudad puede organizarse de modo que entorpezca o convierta en superficial la interacción social con determinados colectivos residentes, adquiriendo entonces una función segregadora de tales grupos. En los últimos tiempos se acumulan técnicas de control del espacio público claramente orientadas a impedir el contacto del resto de ciudadanos con grupos cuya mera apariencia, forma de vida o nivel socioeconómico los hace penalmente sospechosos. Para ello se les excluye de ciertos espacios ciudadanos, se limita su movilidad en la ciudad y se les somete a continua vigilancia.

Merece destacarse, en primer lugar, la proliferación en muchos países de las urbanizaciones cerradas, que rompen la trama ciudadana que ha de facilitar la interacción social y aseguran a los sectores socioeconómicos acomodados una segregación voluntaria frente a los colectivos sociales más desfavorecidos. En otros lugares son planeamientos urbanos que renuncian a la convivencia de diferentes estratos sociales en un mismo barrio, con fenómenos como el aburguesamiento, los cuales, de un modo menos marcado, dan lugar a resultados equivalentes.

Respecto a marginados sociales —mendigos, vagos, personas sin techo o dedicadas al menudeo de droga o a la prostitución callejera—, las técnicas de exclusión de espacios ciudadanos son más rigurosas, con prohibiciones de acceso a zonas o barrios comerciales, centros históricos, nudos de transporte y parques, entre otros lugares, cuya reiterada infracción origina sanciones penales.

Tampoco hay que olvidar diseños de espacios o mobiliario urbanos que dificultan la permanencia en ciertos lugares. La expansión del uso de videocámaras en lugares públicos y en lugares privados de acceso público —con mayor motivo tras su acreditada inutilidad para prevenir la delincuencia— es otro elemento determinante en la conversión del espacio ciudadano —en el que hay que evitar comportamientos espontáneos o equívocos— en un lugar inhóspito para el conjunto de los ciudadanos (véase Lynch, 2001; Norris, McCahill & Wood, 2004; Midtveit, 2005; Baumann, 2006, pp. 99-118, 190-192; Doherty, Busch- Geertsema y otros, 2008; Welsh & Farrington, 2009; Beckett & Herbert, 2010; Medina Ariza, 2011, pp. 281-323; Björklund & Svenonius, 2013; Díez-Ripollés, 2014a).

Garantías penales

El sistema de responsabilidad penal contemporáneo se ha edificado sobre el respeto de las garantías individuales de los ciudadanos sometidos al control penal. El temor a que los poderes públicos usen el ius puniendi para cercenar los derechos individuales estuvo muy presente en el nacimiento del derecho penal moderno en las sociedades liberales del siglo XIX. También condicionó su configuración a lo largo de todo el siglo XX, mediante programas ambiciosos como la teoría jurídica del delito de raíz continental o el juicio justo nacido en la jurisprudencia norteamericana. Esta justicia garantista suscita la confianza de la ciudadanía en el derecho penal, al que otorga legitimidad favoreciendo su cumplimiento.

Sin embargo, las demandas exageradas o desenfocadas de efectividad y eficacia que cada vez más se hacen al derecho penal ven las garantías penales como un obstáculo. Su creciente remoción genera entonces en el ciudadano sometido al control penal un relevante distanciamiento del sistema legal, y su enajenación social.

Reflejo de esa actitud es la preocupante tendencia de los instrumentos internacionales, secundados por los derechos nacionales, a difuminar graduaciones tan significativas de la responsabilidad penal como las que marcan la distinción entre la preparación y la ejecución del delito, de lo cual es un ejemplo paradigmático la configuración delictiva autónoma de la organización y el grupo criminal, o entre autoría y participación. Asimismo, el reconocimiento de las garantías penales ha dejado de ser uniforme, y experimenta restricciones significativas para determinados delincuentes; se ha consolidado un derecho penal de autor en el que los delincuentes violentos, sexuales, terroristas, integrantes de grupos organizados y reincidentes llevan la peor parte. De ahí que tampoco deba extrañar el esfuerzo cada vez mayor que se precisa en una sociedad tan estigmatizadora para atender y valorar alteraciones psicológicas de comportamiento que afectan a la responsabilidad penal exigible.

A ello coadyuva un proceso penal efectista, que está dispuesto a renunciar a elementos esenciales de un juicio justo a cambio de una pretendida eficacia, lo que se aprecia en la proliferación de procesos rápidos, la generalización de las conformidades o la consagración internacional de violaciones de la presunción de inocencia, como en el decomiso (véase Feeley & Simon, 1992; Tyler, 2003; Tonry, 2004, pp. 141-150; Díez-Ripollés, 2005, pp. 22-31; Corrado, 2006, pp. 102-103; Lappi-Seppälä, 2008, pp. 361-365, 375-377; Díez-Ripollés, 2013, pp. 850-852)12.

Derecho penal juvenil

El abordaje diferenciado de los menores delincuentes es un rasgo característico de toda política criminal inclusiva. Los menores son personas dúctiles, que están conformando aún su personalidad, por lo que ofrecen al control penal la oportunidad de centrarse en la recuperación o mantenimiento de su correcta socialización. Con todo, en las últimas décadas del siglo XX se percibió que la informalidad y discrecionalidad del enfoque tutelar hacia los menores delincuentes los dejaba indefensos frente a un procedimiento y unas decisiones por lo general bienintencionadas en un contexto paternalista, pero que ignoraban su condición de ciudadanos. Se propuso alumbrar un nuevo derecho penal juvenil que, sin perder sus predominantes objetivos de integración social, reconociera a los menores los principios garantistas y de un juicio justo.

Desgraciadamente, esta transformación coincidió en el tiempo con las tendencias socialmente excluyentes y rigoristas de la reciente política criminal. El resultado ha sido una desnaturalización de los propósitos iniciales, de modo que el tránsito a un modelo de responsabilidad ha supuesto con frecuencia la incorporación al derecho penal juvenil de objetivos y técnicas de intervención propios del derecho penal de adultos.

Esta contaminación se aprecia en primer lugar en la evolución de los límites de edad. En sentido contrario a los instrumentos internacionales, que consideran niño al menor de 18 años, se mantienen en muchos casos no solo edades más bajas en las que ya rige el derecho penal de adultos, sino igualmente muy reducidas edades mínimas por encima de las cuales puede actuar el derecho penal juvenil, con el efecto de que reacciones de naturaleza cada vez más punitiva se aplican en edades muy tempranas. Por el otro extremo, acontece el frecuente establecimiento de previsiones legales que permiten al juez de menores remitir al menor, dadas sus condiciones personales o delito cometido, a la jurisdicción de adultos, una recuperación unilateralmente agravatoria del viejo criterio del discernimiento. Tampoco se ha de olvidar el creciente cuestionamiento del régimen privilegiado de los semiadultos.

En segundo lugar, es apreciable un endurecimiento del sistema de sanciones aplicables a los menores delincuentes, por mucho que se eluda su denominación como penas. Los internamientos se extienden a un mayor número de delitos, tales internamientos son en más ocasiones en régimen cerrado, y se prolongan cada vez por más tiempo. Por último, se incrementan las facilidades para que determinados delincuentes juveniles cumplan su sanción desde el principio, o al menos una vez adquirida la mayoría de edad, en establecimientos penitenciarios de adultos (Tonry & Doob, 2004; Tonry, 2004, pp. 150-156; Vázquez González, 2005; Cavadino & Dignan, 2006, pp. 199-303; Muncie & Goldson, 2006; Comité de los Derechos del Niño, 2007, pp. 11-13; González Tascón, 2010, pp. 119-365)13.

Sistema de determinación de la pena

El sistema de determinación de la pena está sufriendo transformaciones sustanciales en un número significativo de ordenamientos. Las agravaciones de pena debido a la reincidencia o reiteración delictivas del delincuente se consolidan por doquier. La preocupación por la infracción que tales agravaciones suponen al principio del castigo por el hecho cometido y no por la personalidad del culpable —y que aconsejaban su conversión en agravantes facultativas, cuando no su supresión— han cedido terreno frente a reformas legales que prevén una acumulación de agravaciones de pena a medida que el delincuente vuelve a cometer delitos; el camino lo han marcado las leyes estadounidenses de «a la tercera va la vencida».

Por otra parte, no parece exagerado afirmar que una de las pautas que más se repiten en numerosas reformas legales recientes es la que reduce el ámbito de la discreción judicial a la hora de establecer la pena. Ello se logra por diversos procedimientos, entre los que se pueden citar la continua elevación de los límites mínimos de la pena a imponer, o las complejas y disfuncionales directrices de pena que convierten al juez en poco más que en un contable. Esta desconfianza hacia el proceder experto en la determinación de la pena proyecta su influencia sobre el ámbito penitenciario a través del denominado cumplimiento íntegro de la condena, a través del cual se cercena la flexibilidad del régimen penitenciario, manteniendo el rigor de la pena al margen de las condiciones personales del penado, hasta que transcurra un periodo de tiempo más o menos prolongado.

De nuevo, todo ello no es más que corolario del protagonismo que han adquirido las nuevas demandas de segregación social del delincuente, que no consideran el principio de proporcionalidad cuando lo que se pretende es mantener al condenado reiterante durante el mayor tiempo posible alejado de la convivencia social, como paladinamente ha dicho algún tribunal supremo. Ellas son las que rechazan los procedimientos judiciales expertos de determinación de la pena, por atender excesivamente a las necesidades de recuperación del delincuente para la sociedad frente a las exigencias de retribución y de inocuidad. Y ellas son las que no están dispuestas a acomodar la ejecución de la pena a la evolución que registren las condiciones personales del penado, al menos mientras no se haya superado un tiempo de aislamiento social (véase Tonry, 1996; Zimring, Hawkins & Kamin, 2001; Whitman, 2003, pp. 53-56; Castiñeira & Ragues, 2004; Brodeur, 2007, pp. 55-60; Tonry, 2007, pp. 27-30; Dünkel, Lappi-Seppälä, Morgenstern & Van Zyl Smit, 2010, pp. 1046-1048; Zysman Quirós, 2013)14.

Internamientos de seguridad

El internamiento de personas sospechosas de haber cometido un delito, así como de aquellas que tras cumplir su pena de prisión siguen siendo consideradas criminalmente peligrosas, ha experimentado recientemente notables abusos.

Por lo que se refiere a lo primero hay que destacar la legislación antiterrorista que se ha consolidado en muchas naciones tras la dinámica político-criminal suscitada tras los atentados islamistas del 11 de setiembre de 2011 en los Estados Unidos y replicados en muy diversos lugares del planeta. Esta legislación de emergencia da carta de naturaleza a detenciones indefinidas o prolongadas de personas sin cargos de modo desproporcionado: la persistente anomalía de Guantánamo es su ejemplo más conspicuo. Tampoco debemos olvidar el uso intensivo de la prisión preventiva en un buen número de ordenamientos jurídicos, que está afectando sobre todo su duración, motivos de imposición y condiciones de cumplimiento.

Por otro lado, los internamientos tras el cumplimiento de la condena están pasando por una fase de relegitimación, que permite ampliar los supuestos de peligrosidad, prever internamientos indefinidos y extenderse a nuevos ordenamientos jurídicos.

El internamiento de personas sospechosas aún no condenadas —con más motivo si aún no se ha podido formular cargos contra ellas—, aunque en ciertos casos pueda justificarse, debe realizarse de manera excepcional, ligada estrictamente al aseguramiento de su persecución penal. Superar esos límites erosiona el sentimiento de confianza en el sistema penal de los afectados, que se distancian de sus valores e interiorizan un rechazo hacia él.

Los internamientos penales —debidos a la pretendida peligrosidad criminal del sujeto— luego de haber cumplido condena carecen de justificación, más aún cuando pueden ser indefinidos: supone cargar sobre las espaldas del ciudadano exdelincuente un pronóstico inseguro, además de asumirse el fracaso del sistema penitenciario para ofrecer vías efectivas de reinserción social al condenado. En cualquier caso, la opción escogida mantiene al ciudadano temporal o permanentemente en el mundo de la exclusión social (véase Corrado, 2006; Vervaele, 2007, pp. 52-56, 68-75, 86-98; Viano, 2008, pp. 75-129; Von Kempen 2012, pp. 3-46, 225-819; Von Kempen & Young, 2014, pp. 145-335).

Ejecución de sanciones

Régimen penitenciario

Durante el último tercio del siglo XX, el régimen de cumplimiento de la pena de prisión estuvo inspirado en dos ideas centrales: garantizar unas condiciones de reclusión que salvaguardaran el mayor número posible de derechos del recluso no afectados por la condena; y, una vez abandonado el modelo resocializador en aquellos lugares en el que arraigó, asegurarse de que los internos tuvieran al menos acceso a tratamientos de resocialización y reinserción social durante el cumplimiento de la condena.

La evolución en las dos últimas décadas transita por vías distintas. La segregación social y la búsqueda de inocuidad de los internos han adquirido un rápido protagonismo, al mismo tiempo que se reafirma el valor retributivo e intimidatorio de la pena de prisión. Se ha llegado a decir que el sistema penitenciario se asemeja a una institución de gestión de residuos, desechos humanos procedentes de los sectores sociales más desfavorecidos, pobres o extranjeros irregulares en su mayoría.

El cambio de énfasis ha producido modificaciones significativas de la planta penitenciaria, entre ellas el surgimiento de prisiones privadas poco comprometidas en algo más que la mera custodia de los internos; el incremento de la capacidad de los nuevos establecimientos penitenciarios; o la normalidad de prisiones de alta o altísima seguridad, con regímenes penitenciarios draconianos y en las que no se interna simplemente a reclusos peligrosos o conflictivos sino que pasan a ser el primer destino para determinadas condenas o delincuentes.

Las condiciones de vida de los internos son otro fenómeno a considerar. Ciertamente, el hacinamiento de las prisiones es una realidad persistente, que no siempre discrimina entre países más o menos afluentes, y que no es extraño que fuerce a liberaciones indiscriminadas ni, en casos extremos, a que los propios internos tengan que asumir la gestión interna del centro. Pero más revelador es el desarrollo de políticas que buscan intencionadamente empeorar las condiciones materiales y regimentales, para recuperar el contenido aflictivo y estigmatizador de la estancia en prisión.

Asimismo, mientras crecen las atribuciones de la víctima para condicionar en función de sus intereses particulares la determinación de la pena y el régimen penitenciario del condenado, decrecen las capacidades del interno para proteger sus derechos respecto a las condiciones y régimen de cumplimiento de su condena. Así, no es infrecuente que se interpongan dificultades, a veces insuperables, para que los internos apelen decisiones penitenciarias sobre condiciones de vida, régimen o disciplina; se prohíbe el asociacionismo o las iniciativas colectivas, y mediante conceptos como el de la relación especial de sujeción se les priva de más derechos que los vinculados a la condena.

Por último, es de destacar la crisis en que se encuentra la libertad condicional en muchos países, con requisitos cada vez más estrictos para obtenerla o mantenerla, incrementos de las revocaciones o exclusión de antemano, de manera general o para ciertos delitos o delincuentes (Kurki & Morris, 2001; Van Zyl & Dünkel, 2001; Whitman, 2003, pp. 19-25, 56-62, 70-80; Tonry, 2004, pp. 156-163, 183; Jacobs, 2004; Simon, 2007, pp. 141-144, 152-175; Del Rosal Blasco, 2009, pp. 9-10; Tak & Jendly, 2008).

Estatus legal y social de delincuentes y exdelincuentes

La privación de derechos políticos, civiles y sociales a condenados y excondenados es un fenómeno cada vez más difundido, por más que su intensidad sea diversa según áreas geográficas y tradiciones jurídicas. Me refiero a inhabilitaciones por el mero hecho de la condena, no vinculadas a la naturaleza del delito cometido ni a la peligrosidad mostrada, impuestas por autoridades judiciales o administrativas, cuyos efectos suelen extenderse un tiempo variable tras el cumplimiento de la condena, a veces de por vida.

Entre los derechos políticos afectados cabe citar los de sufragio activo o pasivo, de elegibilidad para ser jurado, de residencia legal en país extranjero o de nacionalización. Entre los derechos civiles desposeídos se pueden mencionar el de patria potestad, de adopción, de acceso a la función pública o a ciertos empleos privados, de contratación pública o de permiso de conducir. Entre los derechos sociales, la eligibilidad para obtener subsidios sociales, para optar o permanecer en viviendas públicas, para lograr ayudas educativas, para acceder a programas de salud o para recibir indemnizaciones como víctima de un delito.

Estas sanciones hasta hace poco no han sido objeto de atenta consideración por los operadores jurídicos, y los propios condenados y excondenados con frecuencia solo las conocen en el momento de sufrirlas. De ahí que se hayan llamado sanciones penales invisibles.

Dada su aplicación indiscriminada, solo cabe vincular su fundamento a una nueva dimensión de la inocuización social. Se trata de que condenados y excondenados tengan un estatus político, civil y social inferior al resto de ciudadanos, de colocarlos en una situación estigmatizadora que los mantenga en los márgenes de la sociedad, de que pasen a ser gobernados penalmente, a cuyo fin la sociedad no duda en implicar a agentes sociales ajenos al sistema penal. La persistente exclusión de estas personas de actividades sociales no relacionadas con el delito dificulta notablemente su integración social y las de sus familias, y no parece casualidad que, dada la prevalencia de la delincuencia, estas sanciones se concentren en colectivos socioeconómicamente desaventajados (Mauer & Chesney-Lind, 2002; Petersilia, 2003, pp. 105-137; Mele & Miller, 2005; Uggen, Manza & Thompson, 2006; Manza & Uggen, 2008; Ewald & Rottinghaus, 2009; Pinard, 2010; Díez-Ripollés, 2014b; Jacobs, 2015, pp. 246-300).

Registros policiales y penales

Los registros policiales, penales y penitenciarios de personas condenadas, investigadas o sospechosas por delito ganan en exhaustividad y volumen, gracias —entre otros factores— a los nuevos medios electrónicos. Nuevos registros, como los de inteligencia o por infracciones administrativas, adquieren también un novedoso protagonismo. Su persistencia temporal se prolonga cada vez más, debido a la ampliación de los plazos de prescripción de delitos, de la cancelación o borrado de antecedentes, o de la dificultad de realizar estas últimas operaciones. Aun cuando hay diferencias significativas según la clase de registros y las tradiciones nacionales, lo cierto es que los antecedentes por condena son accesibles cada vez en mayor número y más fácilmente a instituciones no penales, empresas u organizaciones privadas y particulares. De hecho, una hoja limpia de antecedentes constituye un requisito legal para un número progresivo de empleos, y su exigencia se consolida como una buena práctica empresarial.

En relación con delincuentes especialmente estigmatizados, como los sexuales y otros que paulatinamente se van agregando, se hace algo más que registrarles, se les obliga, a veces de por vida, a facilitar su paradero tras la condena a efectos de su conocimiento público.

Antecedentes penales y notificaciones de paradero se convierten así en las contemporáneas penas infamantes, como así reclaman explícitamente ciertos teóricos y operadores jurídicos. Los derechos al honor, a la intimidad y a la protección de datos personales, al igual que el interés social en la reinserción de los delincuentes, quedan arrumbados. Su lugar lo ocupa una libertad de información hipertrofiada, un traslado a la comunidad y los particulares de la competencia para valorar la peligrosidad de los exdelincuentes, y la revalorización de la estigmatización social como mecanismo de control (Louks, Lyner & Sullivan, 1998; Petersilia, 2003, pp. 106-112, 127-129; Petrunik & Deutschmann, 2008; Wacquant, 2009, pp. 208-239; Thomas, 2010; Larrauri, 2014; Harris, Levenson & Ackermann, 2014; Jacobs, 2015; Fernández-Pacheco, 2015).

Conclusiones

El enfoque analítico escogido nos ha permitido integrar en un mismo marco conceptual —tanto descriptivo como evaluativo— numerosas reglas y prácticas punitivas cuya efectiva o posible aplicación caracteriza la actual evolución de la política criminal contemporánea y condiciona el debate doctrinal. Fundar ese enfoque en una clara alternativa estratégica para prevenir la delincuencia permite elaborar un discurso que identifica grandes áreas de intervención penal, así como agrupar dentro de ellas a reglas y prácticas diversas que adquieren un claro sentido bajo tal aproximación analítica, sentido que ya no queda constreñido a consideraciones genéricas sobre un uso expansivo o riguroso de instrumentos penales.

En formulaciones anteriores de este enfoque se prestó especial atención a la identificación de indicadores que permitieran marcar diferencias entre diferentes modelos político-criminales nacionales de acuerdo a la dimensión inclusión/ exclusión social (véase Díez Ripollés, 2011, pp. 13-18). En este caso se ha utilizado uno de los polos de la alternativa estratégica, el de la exclusión social, para agrupar reglas y prácticas cuya progresiva consolidación en nuestros sistemas de control penal marcará una inequívoca evolución hacia un modelo político- criminal excluyente y, en consecuencia, hacia un uso abusivo de los medios de intervención penal. Con ello, la dimensión inclusión/exclusión social adquiere una nueva utilidad, más allá de su rico contenido ideológico, a la hora de discriminar entre diferentes modelos político-criminales.

Los aspectos seleccionados corresponden en gran parte a los ya escogidos para confrontar el modelo político-criminal excluyente con el incluyente, aunque en esta ocasión se ha añadido el aspecto relacionado con la selección de las conductas punibles, y alguno de los otros aspectos ya considerados ha sido dividido en dos. Además, todos ellos han sigo agrupados en función de las tres fases más relevantes de la intervención penal: la criminalización, la persecución penal y la ejecución de sanciones.

En ningún momento se ha intentado entrar en el análisis de las causas políticas, socioeconómicas o político-criminales que puedan estar influyendo en la evolución hacia este derecho penal cada vez más intervencionista.

Sin embargo, el catálogo de reglas y prácticas identificadas es amplio, bien interrelacionado y coherente con el enfoque analítico desarrollado. En ese sentido, nos ofrece claves relevantes para la adopción de decisiones que intenten contrarrestar la evolución señalada.

Notes:
  • 1

    El presente trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación DER2015-64846-P financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

  • 2

    Sobre el concepto de rigorismo penal véanse, entre otros, Nelken, 2005, pp. 219-222; Cavadino & Dignan, 2006, p. xii; Roché, 2007, pp. 474-476, 494; Lappi-Seppälä, 2008, pp. 320-321; Del Rosal Blasco, 2009, pp. 14-19.

  • 3

    Sobre el origen de esta hipótesis y su evolución, véase Díez-Ripollés, 2011, pp. 2-3.

  • 4

    Sobre el papel del garantismo en el diseño de políticas criminales, véase Díez-Ripollés, 2004, pp. 31-33. Véanse también referencias al debate nórdico entre política criminal defensiva y ofensiva, en Lahti, 2000, pp. 147-148.

  • 5

    Con todo, ha habido argumentaciones relevantes sobre la notable capacidad de la tasa de encarcelamiento para subsumir dentro de sí de manera significativa todos esos otros indicadores del uso de la prisión (Webster & Doob, 2007, pp. 305-309; Lappi-Seppälä, 2008, pp. 322-332).

  • 6

    En ningún caso pretendo formular hipótesis sobre los efectos que un modelo político-criminal incluyente o excluyente puede tener sobre la configuración de una sociedad más o menos inclusiva en todos sus aspectos. Sin duda el programa político-criminal que desarrolle tendrá repercusiones sobre la sociedad en su conjunto, pero mi planteamiento no pretende ir tan lejos. En sentido inverso, sobre la consolidación de sociedades cada vez más excluyentes y la acomodación a ellas de los modelos político-criminales, véase una panorámica en Brandáriz García, 2014, pp. 43-73.

  • 7

    Resulta evidente que, en lo que concierne a su intervención sobre sospechosos y delincuentes, el programa incluyente se inspira en las corrientes penológicas que priman la resocialización del delincuente, y el excluyente lo hace en las que se centran en la inocuización del delincuente. Pero, deberíamos ser precavidos al identificar estos modelos político-criminales con determinados fines preventivo-especiales de la pena. Sus objetivos son más trascendentes, superan holgadamente la incidencia sobre el delincuente condenado, y determinan la configuración del conjunto del sistema de control penal, algo que es manifiesto al tomar las decisiones de penalización.

  • 8

    Véanse algunas reflexiones al respecto en Uggen, Manza & Thompson, 2006, pp. 303-304. Una investigación reciente relevante en Savage, Bennett & Danner, 2008, con amplias referencias a otros estudios previos.

  • 9

    Solo me permito recordar que un programa político-criminal se ha de evaluar a tenor de las prestaciones que ofrece para prevenir la delincuencia dentro de parámetros socialmente asumibles. No basta, por consiguiente, con que esté en condiciones de identificar y reducir significativamente la frecuencia de comisión y gravedad de comportamientos gravemente lesivos para la sociedad, y por ello delictivos. Tenerlo que hacer dentro de parámetros socialmente asumibles implica en nuestras democracias occidentales que esa tarea preventiva se lleve a cabo respetando los principios del estado de derecho y las garantías individuales de los ciudadanos (véase Díez Ripollés, 2011, pp. 4-5).

  • 10

    Véanse también los casos ECtHR, 12 febrero de 2008, Kafkaris vs. Chipre; 9 julio de 2013, Vinter y otros v. Reino Unido; 13 noviembre de 2014, Bodein v. Francia; 3 febrero de 2015, Hutchinson v. Reino Unido.

  • 11

    También muy recientemente se aprecia en algunas regiones como Europa y Estados Unidos un descenso de las tasas de encarcelamiento (véase Coyle, Fair, Jacobson & Walmsley, 2016).

  • 12

    Véanse también la resolución 55/25 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 15 de noviembre de 2000 (Convención de las Naciones Unidas conta la delincuencia organizada transnacional, art. 2) y la directiva UE 2014/42, del 3 de abril, sobre el embargo y el decomiso de los instrumentos y del producto del delito en la Unión Europea, arts. 4 a 6.

  • 13

    Véanse también ECtHR, 16 diciembre de 1999 T. v. United Kingdom; y 15 junio de 2004, S.C. v. United Kingdom.

  • 14

    Véanse también los casos de la Corte Suprema de los EE.UU. Ewing vs. California, 538 US 11 (2003) y Lockyer v. Andrade, 538 US 63 (2003).