Sumario
- Introducción
- El lobby o la gestión de intereses: aproximaciones conceptuales
- El lobby y las zonas indeterminadas
- El financiamiento de los partidos políticos: la relación entre corrupción y política
- La relación entre política y derecho penal: precisiones conceptuales.
- El derecho penal del enemigo y los delitos de corrupción
- El tratamiento penal y administrativo del
lobby- La ley del lobby: una valoración crítica
- El delito de tráfico de influencias
- El delito de colusión
- El concepto de rol como propuesta de solución
La numeración del artículo se ha adaptado al formato de la revista DPPC. El artículo original está disponible en formato PDF.
Introducción
El presente trabajo tiene como objetivo, en primer lugar, desarrollar los principales elementos que componen la actividad de gestión de intereses o lobby, así como algunas actividades afines como el financiamiento de partidos políticos. En segundo lugar, se abordarán supuestos problemáticos asociados a los favores políticos y a la gestión de intereses o lobby en el escenario de la corrupción política. En tercer lugar, se explicarán las razones que justifican un cambio en el tratamiento dogmático y normativo de delimitación penal y administrativa, a efectos de que las actividades de los políticos y altos funcionarios puedan desarrollarse de manera adecuada durante las gestiones de intereses que se den en el escenario político y económico de un país.
El Lobby o gestión de intereses: aproximaciones conceptuales
Esta es, quizás, una de las actividades que más debate ha suscitado en el ámbito de las principales contrataciones y adquisiciones del Estado. Se le denomina comúnmente lobby (Yadav, 2011, p. 24), término anglosajón1 que significa «vestíbulo» o «sala de espera». En este sentido, se le define como un colectivo de sujetos, con intereses comunes, que ejecuta acciones orientadas a mediatizar o influir ante la administración pública con el objetivo de promover decisiones favorables a los intereses del sector social que representan.
En principio, podríamos afirmar que la actividad del lobby es legítima, ya que lleva ante el poder político las posiciones e intereses de los involucrados en las decisiones de los poderes públicos. Precisamente por ello, en los últimos tiempos se han previsto y formulado avances importantes en su normativización, lo que contribuye a su transparencia y normalización. En ese sentido, es posible afirmar que la actividad de gestión de intereses, propios o de terceros, tiene una naturaleza jurídica (administrativa, penal, y civil), política y económica, pues su desenvolvimiento se suscita de forma conjugada en estos espacios para concretizar sus objetivos.
Ahora bien, es indiscutible que en algunos países como Italia, Francia y España, se han descubierto sistemas gigantescos de corrupción que involucran a funcionarios, políticos y miembros de los sectores vinculados a las finanzas y la economía, llegando a constituir una especie de Estado paralelo que se desplaza a sedes extralegales y extra institucionales y es gestionado por las burocracias de los partidos y por los lobbies de los negocios, cada uno con sus propios códigos y pautas de comportamiento (Ferrajoli, 1995, p. 15).
Una posición escéptica sobre esta actividad critica la indefinición de límites y mecanismos de ejercicio, así como los excesos que esto puede desencadenar sobre la política y la corrupción, puesto que durante muchos años el lobby fue considerado como un método corrupto de aproximación e incidencia indebida sobre el poder. Sin embargo, actualmente es considerado por buena parte de los Estados como una práctica lícita de hacer política. No obstante, resulta necesario definir sus límites e implicancias en su tratamiento jurídico (Ferré Olivé, 2002, p. 18).
Precisamente, uno de los fundamentos por los cuales esta actividad no encuentra una total acogida es su relación con la corrupción (Yadav, 2011, p. 17). Específicamente, se hace hincapié en la financiación de los partidos políticos, ya que esta práctica es calificada como poco transparente puesto que no se conoce la identidad de aquellos que apoyan económicamente a determinados grupos o partidos. De este modo, aun cuando hipotéticamente se llegase a obtener un riguroso sistema de registro y transparencia de la actividad del lobby, esto no serviría de nada si quienes lo practican recurren a actividades irregulares como el patrocinio político, total o parcial, por parte de grupos económicos. Finalmente, no debemos perder de vista el binomio administrativo-penal que debe darse en el control de esta actividad (Abanto Vásquez, 2012, p. 598).
El lobby y las zonas indeterminadas
El financiamiento de los partidos políticos: la relación entre corrupción y política
Las «zonas indeterminadas» entre la corrupción y la política surgen, entre otras causas, por la deficiencia en la redacción de las normas y, consecuentemente, la poca seriedad y rigor científico para la construcción de los tipos penales, específicamente los delitos de corrupción. En este sentido, también se menciona el bajo nivel técnico-legislativo, que se traduce en la formulación de leyes penales improvisadas que pretenden resolver todo tipo de problemas, desde la ecología hasta la economía, desde la corrupción hasta el peligro nuclear (Zaffaroni, 1993, p. 48).
Aunque existen factores que inciden en la formación de la cifra oculta de la criminalidad (Hassemer, 2012, pp. 113-118), cada vez más se admite que existen zonas ambiguas que permiten la impunidad de ciertos hechos relacionados con casos de corrupción política. En efecto, debe ser un objetivo previo a la sanción penal la eliminación de zonas oscuras o de impunidad que, en cuanto deficiencias del sistema, favorecen toda clase de abusos, ya que es inadmisible que se invoque el derecho penal respecto de comportamientos que son fruto del deficiente funcionamiento de los controles administrativos, carencias legislativas o disfunciones institucionales (Rodríguez Gómez, 2004, p. 194), como suele apreciarse en delitos como lavado de activos, corrupción de funcionarios, contra el medio ambiente, minería ilegal, etcétera. Se ha sostenido que la única explicación sería la existencia de graves problemas de corrupción en las diferentes áreas de la administración pública, manifiesta en hechos que son denunciados, pero que, pese a su gravedad no son investigados debidamente, como sucede con los actos de corrupción frente a los que se ha pretendido obtener impunidad (Cubas Villanueva, 2000, p. 3).
Haciendo una radiografía del problema, se pueden analizar tres tipos de intereses especiales o particulares que tienen el objetivo de distorsionar la voluntad ciudadana: el lobby, la corrupción y el financiamiento secreto de la política. Si bien la esencia de la democracia es que los intereses particulares compitan y confluyan en la formación de políticas públicas, como en todo juego debe haber reglas comunes para quienes participan. El lobby, la corrupción y la falta de transparencia en el financiamiento de la política son reglas desiguales, pero como se sabe que ello tiende a pasar en muchas democracias, la corrupción es investigada y penada, el lobby es regulado y el financiamiento de la política es relativamente transparente y acotado (Lahera Parada, 2004, p. 84). Entonces, podemos afirmar que coexisten zonas indeterminadas entre la corrupción y la política que generan espacios de impunidad total o parcial; esto es, todos los supuestos que se ubican en la cúspide o zona limítrofe no se encuentran regulados de manera integral, lo que da una gran ‘libertad’ para generar responsabilidades.
En ese contexto, uno de los ejemplos más evidentes de dichas zonas indeterminadas es la financiación de partidos políticos. Sobre este tema se han elaborado numerosas teorías (cfr. Bernhardm & Leblang, 2006, p. 10; Austin & Tjernström, 2003, p. 158; Heindenheimer, & Langdon, 1968, p. 200), pero también cuestionables estigmas carentes de base científica. Actualmente, el derecho penal transita al compás de los tratados contra la corrupción, y desde esa perspectiva va adecuando sus categorías dogmáticas a los nuevos parámetros y espacios de regulación, uno de los cuales es el financiamiento de partidos políticos, vinculado algunas veces al tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, colusión, entre otros (Van Ruymbeke, 2000, pp. 15-16). Las leyes sobre financiamiento de campañas electorales, en efecto, han definido a los políticos tradicionales americanos en campaña como corruptos y han transformado a cada candidato político en un potencial criminal que está buscando cambiar las reglas —en el campo de la corrupción, el derecho y especialmente el derecho penal— antes que reforzarlas. En definitiva, hay una gran brecha entre el derecho y la realidad (Kotkin & Sajó, 2002, p. 82).
Algunos estudios sobre el tema han concluido que la mayoría de trabajos sobre financiamiento de partidos políticos carece de un marco teórico o de una teoría general sobre la materia, limitándose a realizar estudios meramente descriptivos. La construcción de esta teoría permitiría la formulación de un régimen jurídico ideal para para la regulación de dicha práctica. Esta debería reunir las siguientes condiciones:
- Permitir el libre juego entre los diversos partidos políticos y candidatos.
- Prohibir la formación de monopolios de poder políticos.
- Fomentar la participación ciudadana en las organizaciones políticas.
- Garantizar la democracia representativa de los sistemas políticos.
- Propiciar la formación de tradiciones políticas con carácter nacional (Jiménez Ruiz, 2005, pp. 25-30).
Asimismo, merece una reflexión más profunda lo establecido en el literal 3 del artículo 7° de la Convención de Naciones Unidas contra la corrupción, en cuanto a la transparencia en la financiación de candidaturas y partidos políticos. No cabe duda, entonces, de que una de las zonas más vulnerables resulta ser en este dominio el financiamiento de los partidos políticos, que, en mayor o menor medida, según cada partido, tendrá siempre espacios o supuestos que no estén cubiertos por la norma. En esa línea de discurso, se ha afirmado que recurrir a procedimientos no legales es una práctica usual por parte de la clase política para obtener y consolidar poder: baste recordar la nutrida constelación de supuestos de financiación ilegal de partidos políticos, que afecta a los instrumentos básicos de participación política ciudadana (Fabián Caparrós, 2000, p. 19).
Aunado a ello, se ha explicado cómo se cruza la débil línea cuando los funcionarios públicos tienen intereses particulares, señalando que en la forma particular de manifestación de la corrupción sistémica que se genera en el conflicto de intereses, el pacto corrupto no es funcional al financiamiento de la política. Sin embargo, en la simple confluencia del interés privado donde el funcionario público corrupto sea titular o cotitular, el límite se hace estrecho para «quebrar» y no respetar lo suficiente el rol tradicional de la norma vigente (Cingari, 2011, p. 16). Con un enfoque que aproxima el problema de la corrupción política y las campañas electorales pero percibiéndolo desde su relación con la criminalidad organizada, se ha sostenido que la corrupción política mantiene una relación imbricada con la criminalidad organizada, y que las necesidades de los candidatos en las democracias de hoy —en las que prima el espectáculo, y por tanto, el juego de imágenes por los medios de comunicación y el consiguiente gasto descomunal en campañas electorales— hacen que en la lucha por el voto se recurra, a veces, a cualquier medio, incluso la corrupción (Zúñiga Rodríguez, 2009b, p. 114).
La relación entre la política y el derecho penal: precisiones conceptuales
Al igual que en el apartado anterior, también existen una serie de supuestos problemáticos asociados a la relación entre la política y el derecho penal, que configuran zonas indeterminadas y generan una confusión en su tratamiento jurídico penal. Específicamente, nos referimos a los supuestos de responsabilidad política, responsabilidad penal, responsabilidad administrativa, corrupción política y delito político. Cada uno de ellos será desarrollado a continuación.
En primer lugar, la responsabilidad política será aquella conducta imputable a personas que tengan la condición de políticos o altos funcionarios, expresamente establecidos en la Constitución Política o las leyes correspondientes y a quienes se les haya asignado ese tipo de responsabilidad. Estos funcionarios tienen la obligación de preservar la estabilidad en los órganos más importantes del Estado, como en el caso de la exposición y debate de la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión, y se encuentran sometidos a una «cuestión de confianza». Así, por ejemplo, la interpelación y el voto de censura, según el artículo 132° de la Constitución Política: «El Congreso hace efectiva la responsabilidad política del Consejo de Ministros, o de los ministros por separado, mediante el voto de censura o el rechazo de la cuestión de confianza. Esta última solo se plantea por iniciativa ministerial».
En segundo lugar, la responsabilidad penal va de la mano de la adecuación de conductas a los presupuestos de un hecho punible, es decir, se subsumen bajo los términos de los elementos del tipo objetivo y subjetivo, así como a la antijuricidad y la culpabilidad. Claro está que ello se tendrá que contrastar con los principios generales del derecho penal. Aunado a ello, dicha responsabilidad tendrá que ser declarada por un órgano jurisdiccional bajo las garantías del debido proceso y el derecho de defensa.
Cabe mencionar que, si bien la raíz de un hecho puede originar un pronunciamiento en vías paralelas, del mismo modo aparece la necesidad de entender las diferencias que existen entre la responsabilidad política y la responsabilidad penal. Precisamente, Bustos Gisbert identifica la diferencia de estas a partir del grado objetivo y subjetivo: «Pero sobre todo se confunden dos conceptos radicalmente diferentes: la responsabilidad política y la penal. El segundo es una responsabilidad subjetiva, por culpa o dolo, y la primera es una responsabilidad objetiva que además de culpa y dolo incluye la responsabilidad in vigilando e in eligendo» (Bustos Gisbert, 2000, pp. 36-37).
De manera más interesante, San Martín Castro afirma: «La responsabilidad penal, aun cuando puede considerarse tendencialmente la más efectiva, enfrenta serios riesgos y limitaciones en función de la inveterada debilidad de la institución judicial, de las confusas pautas de diferenciación con la responsabilidad política, de las no pocas veces en que el Congreso interfiere en la investigación de hechos que ya se encuentran judicializados, y —aunque parezca contradictorio— del traslado de las cuotas de control político a la escena judicial con desmedro del ordenamiento judicial» (San Martín Castro, 2012, p. 536). Finalmente, Luna añade también una concepción diferenciadora: «La responsabilidad de los agentes públicos será penal cuando la acción u omisión en la que ha incurrido el funcionario constituye un delito tipificado por la ley penal […] y la política resultará, también, de actos u omisiones que puedan considerarse incompatibles con la permanencia del funcionario en el cargo que detenta. La responsabilidad política solo alcanza a los funcionarios que expresamente la Constitución o la ley así lo haya determinado, en función a la necesidad de preservar la estabilidad en los órganos superior del Estado…» (Luna, 2007, p. 43).
Ahora bien, por otro lado, viene haciendo cierto eco la existencia de una tendencia a ‘administrativizar’ la responsabilidad penal en actos de corrupción y que, por ejemplo, el sistema de partidos, por sí solo, no parece haber demostrado estar en capacidad de evitar los casos de abusos de poder político realizados para favorecer directa o indirectamente determinados intereses privados, y que tampoco las soluciones legales han demostrado eficacia, pues se observa más bien la tendencia de administrativizar los actos de corrupción (Abanto Vásquez, 2003, pp. 413-414).
En efecto, el tratamiento limitado y poco serio de principios como el de última ratio en el derecho penal ha permitido —por lo menos así se advierte en los tipos penales de corrupción— que se reduzcan los espacios de persecución del delito y ejercicio del ius punendi en conductas punibles claramente definidas por más de un instrumento internacional sobre la materia (Hassemer, 1999, p. 118). Existe bajo esta perspectiva la necesidad de que la reforma legislativa deba hacer más difícil la comisión de estos delitos en el futuro y, sobre todo, encontrar la manera de cerrar aceptablemente los episodios judiciales en curso (Vassalli, 1995, p. 435). Esta propuesta encierra precisamente dos ideas centrales, por un lado, la necesidad político-criminal de elaborar políticas de prevención y, por otro, cerrar el conjunto de casos que, llegando a judicializarse, no generan la expectativa de eficacia de las sanciones por actos de corrupción.
En el derecho comparado, específicamente en Italia, resulta muy interesante el punto de vista adoptado por Ferrajoli, quien ha brindado profundas reflexiones sobre la intervención penal en actos de corrupción:
Hace algunos años que el derecho penal ha asumido en Italia un insólito papel central, convirtiéndose en protagonista de una crisis política e institucional sin precedentes ni parangón en la historia de las democracias modernas. Las razones de este protagonismo de la justicia penal son muchas y complejas. De ellas señalaré solo dos, aparentemente opuestas. La primera, evidente y llamativa, es la expansión de la ilegalidad en la vida pública que ha afectado, en años pasados, al conjunto de los partidos, a la administración pública, al empresariado, al sistema bancario y, al mismo tiempo, a extensas capas de población ligadas al mundo de la política por tupidas relaciones clientelares e implicadas de distintas maneras, por connivencia o incluso solo por resignación, en la práctica de la corrupción. La segunda razón del papel decisivo ejercido por la intervención penal en la crisis del viejo sistema político ha sido la fuerte demanda social de legalidad que ha dado apoyo a esa reserva institucional de la democracia italiana representada, quizá más que en otros países, por la independencia de la magistratura y en particular de la acusación pública (Ferrajoli, 1995, pp. 9-10).
A partir de una posición que sostiene la dificultad de poder diferenciar entre la responsabilidad penal y la responsabilidad administrativa, Hurtado Pozo acertadamente sostuvo:
No obstante, es difícil clasificar las normas jurídicas según su pertenencia al derecho penal administrativo o al derecho penal ordinario, en razón del desbordamiento del primero hacia los dominios propios del segundo. Esta confusión se debe a que la amenaza de una pena forma parte de los mecanismos dirigidos a asegurar la efectividad del derecho administrativo. ¿Esta amenaza debe estar vinculada al derecho penal o al derecho administrativo? Planteada de manera tan abrupta, la pregunta permanecerá sin respuesta, pues, implica la presencia de numerosos factores que hacen imposible una solución coherente. […] En Alemania, se separan de manera radical los hechos penales (crímenes y delitos, Verbrechen und Vergehen) de las infracciones a las prescripciones de orden o infracciones administrativas (Ordnungswidrigkeiten), las cuales solo son merecedoras de una sanción pecuniaria administrativa (Geldbusse) no de una multa penal (Geldstrafe) (Hurtado Pozo & Prado Saldarriaga, 2011, pp. 42-44).
El citado autor explica, con razón suficiente, la dificultad para diferenciar las normas que rigen ambas disciplinas (derecho penal y administrativo) en cuanto a los márgenes y alcances de adecuación normativa en casos de corrupción, específicamente en el terreno de los favores políticos irregulares, donde incluso muchas veces no existe ni siquiera ventaja económica que permita completar los presupuestos de algunos tipos penales, que quedan atrapados solo en la valla de una infracción ética.
En el mismo sentido restrictivo, algunos sostienen que no todas las actuaciones consideradas deshonestas constituyen necesariamente delito, ya que algunas de ellas pueden ser ‘infracciones administrativas’, debido a que el legislador ha predefinido que, pese a que son actuaciones que merecen una determinada sanción por parte del Estado o bien de la sociedad, las mismas no son tan serias como para ameritar una sanción penal (Salas Calero, 1997, pp. 235-236). También es cierto, sin embargo, que en función a los efectos de las penas existen dos grandes manifestaciones: una externa y una interna.
Según la manifestación externa de los efectos de las penas, debe prescindirse de la conminación y sanción penal siempre que, según el caso, quepa esperar similares o superiores efectos preventivos si se interviene con medios menos lesivos, como medidas estatales de política social, sanciones propias del derecho civil o administrativo, o incluso medios no jurídicos de control social (soluciones privadas o sociales del conflicto). Para la manifestación interna, debe prescindirse de una determinada sanción penal si cabe esperar similares efectos preventivos de otra sanción —o consecuencia jurídica no sancionatoria— penal menos gravosa (Silva Sánchez, 1992, p. 247).
En tercer lugar, el delito de corrupción política está ligado a la comisión de un injusto penal que haya atentado contra el bien jurídico protegido «Administración Pública» —peculado, colusión, tráfico de influencias, negociación incompatible, etcétera—, pero teniendo como elemento preponderante que el agente se encuentre en una posición o cargo político (congresistas, ministros de Estado, presidentes regionales, etcétera).
Finalmente, en cuarto lugar, los delitos políticos guardan más relación con las clásicas figuras de la rebelión (artículo 346 CP), la sedición (artículo 347 CP) y el motín (artículo 348 CP), que se encuentran comprendidos dentro de los delitos contra los poderes del Estado y el orden constitucional. En ese sentido, Valbuena explica: «Los criterios antes expuestos dificultan enormemente la concreción del delito en una fórmula precisa. Sin embargo, la tesis predominante, de mayor aceptación y a nuestro juicio, la que más se ajusta a una exacta diferenciación es la que sostiene que los delitos asumen el carácter de políticos por virtud del motivo que haya determinado al delincuente en su acción y por la naturaleza del derecho lesionado» (Valbuena Yamhure, 1980, p. 42).
Un delito político, en su concepción clásica, será aquel ligado a conductas relacionadas con el alzamiento en armas con el propósito de reformar o variar la forma de gobierno, destituir o deponer al gobierno legalmente constituido o suprimir o modificar el régimen constitucional, o, en su defecto, si reconociendo al gobierno legalmente constituido, se alza en armas con el fin de impedir o imposibilitar que la autoridad ejerza libremente sus funciones o para evitar el cumplimiento de las leyes o resoluciones o impedir elecciones generales, parlamentarias, regionales o locales. Asimismo, en forma tumultuaria, empleando violencia contra las personas o fuerza en las cosas, se atribuye los derechos del pueblo y peticiona en nombre de este para exigir de la autoridad la ejecución u omisión de un acto propio de sus funciones. De lo expuesto podemos concluir que los delitos políticos se encuentran más ligados con la actividad política en sí y su relación con el gobierno establecido, además de proteger otros bienes jurídicos diferentes a la administración pública.
Ahora bien, en torno a la diferencia entre los dos últimos supuestos descritos, cabe mencionar que ya la Convención interamericana contra la corrupción, en el artículo XVII: «Naturaleza del acto», tuvo oportunidad de exponer este punto bajo la siguiente fórmula: «A los fines previstos en los artículos XIII, XIV, XV y XVI de la presente Convención, el hecho de que los bienes obtenidos o derivados de un acto de corrupción hubiesen sido destinados a fines políticos o el hecho de que se alegue que un acto de corrupción ha sido cometido por motivaciones o con finalidades políticas, no bastarán por sí solos para considerar dicho acto como un delito político o como un delito común conexo con un delito político». Efectivamente, la citada convención delimita —en cuanto a la extradición, asistencia y cooperación— medidas sobre los bienes y el secreto bancario según las cuales la «finalidad política» que hubiera amparado un acto de corrupción no bastará por sí misma para considerar dicho acto como delito político. No solo se comprime sus parámetros a dicho dominio, sino que lo expande apropiadamente incluso a delitos comunes que sean conexos a un delito político. Entonces, no será suficiente para deslindar responsabilidades penales que un acto de corrupción se encuentre revestido con un matiz de corte político a través de una finalidad política, sino que se deberán analizar otros componentes de acuerdo al caso concreto.
En la misma visión y perspectiva, Moccia da una explicación sobre delito político que permite diferenciarlo del delito de corrupción: «El objeto categorial de un renovado derecho penal político debe ser enucleado de órdenes de tutela expresivos de los valores liberales, que dan su impronta a la Constitución republicana» (Moccia, 2003, p. 260). Por consiguiente, queda claro que los alcances del delito político radican en un ámbito totalmente distintos de los delitos de corrupción política. De lo expuesto podemos deducir dos cosas concretas: primero, la inconsistencia interna del propio derecho penal para regular los límites de sus tipos penales en al ámbito de la corrupción; y, segundo, la inconsistencia sistémica del derecho de no tener la suficiente capacidad de regular los límites de la actividad política. Advierto críticamente que todo ello muchas veces dificulta —y continuará dificultando— la labor de diferenciar responsabilidades penales, políticas y administrativas frente a hechos que se suscitan en zonas indeterminadas entre la política y el derecho penal.
El derecho penal del enemigo y los delitos de corrupción
Es indudable que un delito poseerá los rasgos característicos del «derecho penal del enemigo» (Feindstrafrecht), si es que en su estructura se pueden advertir tres particularidades concretas: a) flexibilización de las garantías; b) incremento de las penas o gravedad en la medida; y c) adelantamiento de la barrera de punibilidad. En ese sentido, un sector de la doctrina también ha aseverado que es sin duda, el ámbito del proceso penal aquel en el cual el derecho penal del enemigo concentra sus esfuerzos (Díez Ripollés, 2007, pp. 147). El punto a debatir se inicia por definir si los delitos de corrupción son «derecho penal del enemigo», en la medida en que puedan adoptar los presupuestos antes mencionados. Si bien un amplio sector de la doctrina nacional e incluso la jurisprudencia constitucional han desarrollado críticamente dicho tema espinoso (véase Caro, 2010, pp. 115-126; García Cavero, 2012a, pp. 195-198; Meini, 2007b, pp. 151-153; Prado, 2009, pp. 457; Páucar, 2012, pp. 135-150; Montero, 2012, pp. 53-54; Talavera, 2011, pp. 35-63)2 en forma específica y en alusión a las medidas político-criminales contra la corrupción, hay quienes concluyen que quienes detentan el poder construyen enemigos y lo hacen para mantener un determinado modelo (Alcócer, 2009, p. 116). Bajo líneas similares, por ejemplo, se sostiene que el proceso de reforma judicial puede ser utilizado tanto para perseguir injustamente a ocasionales opositores políticos, como para dejar impunes casos de corrupción gubernamental (Cubas Villanueva, 2000, p. 121).
Para nosotros, los delitos en el ámbito de la corrupción sí evidencian descriptivamente un derecho penal del enemigo por las siguientes consideraciones concretas:
- El artículo 80° del CP establece la ‘duplicidad’ del plazo de prescripción para los delitos cometidos por funcionarios o servidores públicos en los que se involucre el patrimonio del Estado o de organismos sostenidos por este. Incluso recientemente, la ley 30650, del 20 de agosto de 2017, ha modificado el artículo 40 de la Constitución Política, respecto a los delitos cometidos contra la administración pública o el patrimonio del Estado: «La acción penal es imprescriptible en los supuestos más graves, conforme al principio de legalidad».
- Mediante ley 30124, del 13 de diciembre de 2013, se ha incorporado un supuesto más en el inciso 6 del artículo 425° del CP que regula la condición de funcionario público, comprendiendo a los funcionarios públicos incluso desde que son designados, elegidos o proclamados, incluso antes de que juramenten y asuman el cargo.
- Mediante ley 30111, del 25 de noviembre de 2013, se han modificado nuevamente los delitos cometidos por funcionarios públicos a efectos de incorporar la pena de multa.
- El tipo penal de colusión, previsto y sancionado en el artículo 384°, 1er p. del CP ha establecido un delito de peligro abstracto y de tendencia interna trascendente para la facilitación probatoria.
- El delito de tráfico de influencias, regulado en el artículo 400° del CP hace alusión a influencias «reales o simuladas».
- Mediante ley 30077, del 20 de agosto de 2013, se ha establecido en el inciso 19 del artículo 3°, que determinados delitos deberán ser comprendidos como delitos de crimen organizado, en los casos en que concurra la circunstancia agravante de integrar una organización criminal.
- El artículo 2° del NCPP señala en los incisos b) y c) que entre las exclusiones para aplicar el «principio de oportunidad» está el supuesto en que se trate de funcionarios públicos.
Desearíamos mencionar otros supuestos, sin embargo, consideramos que los ya citados nos muestran palmariamente cómo el legislador, desde una visión acorde con los principales tratados internacionales sobre la materia, ha ido construyendo un derecho penal del enemigo aplicado a la corrupción.
El tratamiento penal y administrativo del lobby
Ahora corresponde realizar una previa introducción al problema que se presenta en torno al desarrollo de la actividad de gestión de intereses o lobby, que muchas veces, a través de favores políticos irregulares (Páucar Chappa, 2014, pp. 51-52), pueden acarrear la denominada corrupción política cuando no se tiene claro cuáles son los parámetros penales que la delimitan.
En ese sentido, es pertinente poner de manifiesto la existencia de una profunda preocupación por la falta de aplicación de sanciones penales frente a hechos de corrupción política, ya que la legislación debe revisarse para que las sanciones sean más efectivas, pero sobre todo que se apliquen. De nada servirán las mejores normas si no se van a aplicar (Ferrero Costa, 2001, pp. 754-755). Además, en la doctrina se ha establecido que, en el ámbito penal, al desarrollarse el bien jurídico «administración pública» —protegido ante actos de corrupción— estamos frente a un interés jurídico en cuanto a la realización de prestaciones públicas a la ciudadanía basadas en el buen gobierno, el apego a la legalidad y el deber irrenunciable de prestar un servicio eficaz y eficiente a la comunidad (Peña Cabrera-Freyre, 2013, p. 226). Esto se condice con el enfoque actual sobre las nuevas tendencias político- criminales en el tratamiento de la corrupción a nivel mundial, adoptándose medidas de control e incluso preventivas. Finalmente, hay quienes han sostenido válidamente que muchas veces la corrupción termina contaminando la política y que en casos extremos la captura, y que desde la financiación de los partidos políticos con fondos de origen ilegal, pasando por el soborno a autoridades y el robo de quienes desempeñan cargos para los que fueron elegidos, son múltiples las formas que asume la corrupción en la política (Ugaz Sánchez-Moreno, 2013, p. 1003).
Luego de estas breves, pero profundas reflexiones, analizaremos algunos dispositivos normativos que específicamente regulan la actividad de gestión de intereses o lobby, y otras figuras como el financiamiento de partidos políticos en el escenario de la vida política y la administración pública, y la aparición en escena de los denominados «favores políticos».
La ley del lobby: una valoración crítica
No es menos cierto que la generalidad de los grandes agentes económicos que hoy se sientan en el banquillo de los acusados, antes de ocupar lugar tan incómodo frecuentaban habitualmente los lugares del poder político (Andrés Ibáñez, 2003, p. 192). Es aquí donde se muestra la estrecha cercanía entre el poder, la corrupción, la política, la economía, entre otros, y se ofrece una visión global y más integral del problema de la corrupción en el ámbito de la gestión de intereses o lobby.
Ahora bien, no dudamos en afirmar que esta es la más importante de todas las normas analizadas dentro de los alcances de este estudio, pues su regulación, construcción y aplicación obedece a dos necesidades políticas de peso: la transparencia y la legalidad3. La transparencia porque tiene la preeminencia de brindar un carácter de legitimidad a las gestiones de intereses que se desarrollan en el marco de la decisión pública. La transparencia permite un amplio margen de fiscalización a través de los mecanismos correspondientes, y facilita por lo tanto el control de los pormenores de cada una de las actuaciones realizadas. La legalidad porque le va a otorgar un escenario de compatibilidad con los principios jurídicos que rigen los procesos sobre contratación pública. La normativización de las actuaciones sobre gestión de intereses posibilita un conocimiento previo de un marco regulador que es plasmado en un texto legal, el cual debe ser razonablemente claro. Ello, en claro alineamiento con el objetivo 2 del Plan nacional de lucha contra la corrupción del año 2008: «Institucionalizar en la administración pública las prácticas de buen gobierno, la ética, la transparencia y la lucha contra la corrupción».
Sobre este dominio, la ley 28024, Ley que regula la gestión de intereses en la administración pública, más conocida como ley del lobby, comprende las pautas que son precisas en la gestión de intereses, especialmente en el terreno de las contrataciones y adquisiciones públicas del Estado.
Previamente, debemos resaltar que el artículo 2, inciso 20° de la Constitución Política desarrolla el «derecho de petición». La petición es el derecho de recurrir ante las autoridades para solicitar algo que ellas podrían otorgarnos legalmente, pero a lo que no tenemos derecho cierto y actual porque, en este último caso, formularemos un pedido que no es sino la actualización de nuestro derecho (Rubio Correa, 1999, p. 404). No obstante ello, conviene aclarar que el propio artículo 4 del reglamento de la ley 28024 (DS 099-2003-PCM, del 20-12-2003) establece que los actos de gestión que realiza el gestor de intereses no constituyen en ningún caso ejercicio del derecho de petición, el mismo que se regula según lo establecido en su normativa específica. Por tanto, no debe pensarse que el fundamento de la gestión de intereses sea el derecho de petición.
Por otro lado, según el artículo 3° se entiende por gestión de intereses a la actividad mediante la cual personas naturales o jurídicas, nacionales o extranjeras, promueven de manera transparente sus puntos de vista en el proceso de decisión pública, a fin de orientar dicha decisión en el sentido deseado por ellas, señalándose además que la gestión de intereses se lleva a cabo mediante actos de gestión. Ahora bien, dichos actos de gestión se encuentran definidos en el artículo 3° del antes citado reglamento, el cual, en rigor, señala que un acto de gestión es la comunicación oral o escrita —dirigida a un funcionario público con capacidad de decisión pública— por la cual el gestor de intereses inicia la gestión de intereses con el propósito de influir, en forma transparente, en una decisión pública específica.
Teniendo presente lo anterior, conviene resaltar que ya el Tribunal Constitucional, en el FJ 46 de la Sentencia 0019-2009-PI/TC-Lima, ha señalado en torno a los grupos de gestión de intereses en la administración pública: «El concepto de “grupo de presión” debe ser entendido como relacionado a los lobbies o, como lo denomina la ley 28024 [Ley que regula la gestión de intereses en la administración pública], a aquellos “grupos encargados de gestionar intereses” con el objeto de influenciar en la decisión de los asuntos que atañen a la res publica…». Nótese en este terreno la importancia de algunos conceptos que luego podrán ser enfocados y analizados también en el ámbito penal, tales como «cualquier medio», «funcionario público con capacidad de decisión», «influir», entre otros. Por ejemplo, abordemos el concepto de «funcionario público con capacidad de decisión», que es desarrollado también en el artículo 3° del reglamento de la ley 28024, el cual define a estos funcionarios como aquellos que durante el ejercicio de sus funciones se encuentran en capacidad de influir en la toma de decisiones de la administración pública o tienen capacidad para adoptar una decisión pública. Advertimos aquí, de la lectura integral del citado reglamento, que no existen los parámetros que delimiten las «capacidades de influir» que pueda tener el funcionario público. Una primera atingencia radica, entonces, en la necesidad de conocer si esas capacidades obedecen a la influencia que pueda ejercer en forma directa o indirecta, es decir, si esta puede ser realizada de manera indirecta mediante la conocida obediencia al superior jerárquico. De ser así, los pesos y contrapesos de los superiores desatarían siempre una pugna, ya que, en la mayoría de los casos, el que se encuentre jerárquicamente por encima del otro tendrá un mayor grado de influencia. La cuestión de fondo es definir, o cuanto menos comenzar a esbozar, cuál es el límite dentro de la administración pública para que el gestor de intereses se pueda dirigir a determinado funcionario público para que realice un acto de gestión.
Queda claro que cuando se trate de desarrollar la mejor gestión se recurrirá a las cabezas de los sectores donde se realiza el lobby, y así en escalón hasta las máximas instancias, lo cual no devendría en ilegítimo e irregular si se respetan las normas acuñadas en el cuerpo legal analizado. Ciertamente, ya se han hecho múltiples evaluaciones referidas a la norma, una que consideramos importante es la realizada por la Comisión de alto nivel anticorrupción, creada mediante decreto supremo 016-2010-PCM, de fecha 28 de enero de 2010, la cual detectó los siguientes problemas:
- Falta de difusión y conocimiento de la ley 28024;
- Falta de supervisión y registro;
- Registro en la Superintendencia Nacional de los Registros Públicos (SUNARP);
- Difícil acceso sobre información de gestores de intereses;
- Inaplicabilidad de sanciones;
- Disposiciones inválidas respecto al sistema nacional de control;
- Falta de representantes del tribunal administrativo especial;
- Falta de uniformidad de registro de gestores de intereses; y
- Diferencia en la emisión y registro de constancias de actos de gestión.
Es ese el panorama evaluado por dicha comisión de alto nivel, y aun cuando alberge algunas deficiencias, es claro que resulta necesario mantener la transparencia en el desarrollo del lobby. Es así que se dieron en el camino algunos intentos de cambios normativos, como el proyecto de ley 1269/2011.CR, de fecha 14 de junio de 2012. En otro ámbito, existen otros cuerpos normativos, como el literal f) del artículo 23° del reglamento del Congreso (párrafo modificado mediante resolución legislativa del Congreso 1-2011-CR, publicada el 7 de agosto de 2011) que ratifican que los deberes funcionales de los congresistas sobre atención al público no atañen en nada a posibles promociones de favoritismos. En este dominio, se ha afirmado que el objetivo de un lobby es actuar al lado de las fuentes generadoras de decisiones políticas y legislativas, con el fin de ayudar a organizar y defender una posición empresarial —e incluso de política de Estado— para favorecer el crecimiento o los objetivos de una institución, empresa o Estado, e igualmente busca ilustrar a un grupo de personas o instituciones sobre las conveniencias o limitaciones que una medida gubernamental puede suscitar en el país (Sierralta Ríos, 2005, p. 219)4.
También se ha sostenido con bastante acierto que el aspecto más complejo a la hora de tipificar estos comportamientos radica seguramente en concretar las características que ha de poseer «la influencia» para que la intervención del derecho penal quede legitimada y no se sancionen conductas socialmente adecuadas y perfectamente legítimas como el ejercicio del lobby de una forma transparente o el simple interesarse por la marcha de un asunto. El ejemplo más importante es el de la red de corrupción que se conforma en torno al financiamiento irregular de un partido político, en el que el «cajero» del partido domina las concesiones de obras públicas a partir del poder que tiene sobre determinados funcionarios que tienen un puesto en la administración gracias a su pertenencia o afiliación al partido (Nieto Martín, 2004, pp. 125-127).
No obstante ello, para complicar y oscurecer más el panorama, el artículo 11° del decreto legislativo 1017, que aprobó la Ley de contrataciones del Estado (modificado por ley 29873, publicado el 1 junio de 2012), respecto a la «prohibición de prácticas que afecten la mayor concurrencia y competencia en los procesos de contratación», señala que se encuentra prohibida la concertación de precios, condiciones o ventajas, entre proveedores o entre proveedores y terceros, que pueda afectar la mayor concurrencia o competencia en los procesos de contratación. Asimismo, establece que esta afectación de la libre competencia también puede materializarse mediante acuerdos para no participar o no presentar propuestas en los procesos de contratación. Además, fija que, en base a los supuestos señalados, el funcionario o servidor público que intervenga o favorezca estas prácticas será sancionado administrativa o penalmente de acuerdo a la normatividad correspondiente. Queda claro, entonces, que aquí también se desprenden algunos elementos que pueden asimismo aparecer en el ámbito penal, como la prohibición de concertación de precios, condiciones o ventajas entre proveedores o terceros y, para complicar aún más la cuestión, se añade como ingrediente a los funcionarios o servidores públicos que favorezcan estas prácticas.
Ahora bien, luego de analizar e investigar directamente sobre las fuentes normativas de varios países, podemos sostener que la regulación de los límites a la actividad política en planos donde pueden originarse actos de corrupción no está extendida, como sí lo está, por ejemplo, respecto a la gestión de intereses o lobby. Sin embargo, es de destacar que solo algunos sistemas jurídicos han promulgado normas de regulación sobre lobby, como los Estados Unidos desde el año 1946, Alemania a partir de 1951, Canadá desde inicios de 1989 y el Parlamento Europeo desde 1996. Ahondando en el tema podemos encontrar que las disposiciones normativas que regulan la materia en la mayoría de los casos inciden más en la persona del lobista que en la reglamentación de la conducta del político o el alto funcionario involucrado en una gestión de intereses, a pesar de que podemos afirmar que para hacer un lobby se necesitan dos partes, de modo que ambos serán los responsables de garantizar la publicidad y transparencia. A continuación, realizaremos una breve descripción comparativa de la normativa en algunos países de la región.
En primer lugar, la legislación estadounidense. En Estados Unidos, la primera norma establecida fue la denominada ley federal de regulación del lobbying o Federal Regulation of Lobbying Act, de 1946, que si bien tenía una regulación general y poco técnica, constituyó un primer intento por lograr transparencia en dichas actividades, sobre todo en el ámbito del lobby que se desarrollaba en el Congreso (Hrebenar & Morgan, 2009, p. 59). Más tarde, apareció la ley de transparencia del lobby o Lobbying Disclosure Act – LDA, que derogó la norma anterior. Su mayor logro fue buscar una aplicación que comprendiera incluso las responsabilidades penales que dieran a lugar de ser el caso. No obstante, la ley de ética gubernamental o Ethics in Government Act de 1978 restringe taxativamente el ejercicio del lobby a los altos funcionarios que dicha ley señala, hasta por un año con posterioridad a su separación del gobierno. Ha resultado significativa la promulgación de la ley de liderazgo honesto y de gobierno abierto o Honest Leadership and Open Government Act del año 2007, mediante la cual, por ejemplo, se cambió la frecuencia de los reportes de registros de los lobistas (Straus, 2011, p. 5), se fortificaron los requisitos de transparencia en relación al lobby y se consolidaron las restricciones a las donaciones para los miembros del Congreso.
En segundo lugar, la legislación canadiense indica en la sección 9 del Lobbying Act —cuya última enmienda se realizó el año 2008 y tiene rango de ley federal— que es obligatorio el registro de las personas dedicadas a la actividad del lobby. Asimismo, conforme lo establece la sección 10.2 (1) también se requiere respetar un código de conducta, lo cual permite que sus actividades se lleven a cabo bajo los principios de legalidad, publicidad y transparencia.
En tercer lugar, y a pesar del desinterés de los países latinoamericanos por elaborar una regulación del lobby, existen países como Argentina que cuentan con una legislación sobre la materia. Se trata del decreto 1172/2003, del 3 de diciembre de 2003, que conforme a su artículo 2°, aprobó el Reglamento general para la publicidad de la gestión de intereses en el ámbito del Poder Ejecutivo Nacional, relacionado directamente con la actividad del lobby, de modo que, su artículo 2° señala que se entiende por gestión de intereses a los fines de la ley, toda actividad desarrollada —en modalidad de audiencia— por personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, por sí o en representación de terceros, con o sin fines de lucro, cuyo objeto consista en influir en el ejercicio de cualquiera de las funciones o decisiones de los organismos, entidades, empresas, sociedades, dependencias y de todo otro ente que funcione bajo la jurisdicción del Poder Ejecutivo Nacional. Un factor más importante resulta lo dispuesto en su artículo 7° sobre la publicidad, toda vez que establece que la información contenida en los registros de audiencias de gestión de intereses tiene carácter público, debiéndose adoptar los recaudos necesarios a fin de garantizar su libre acceso, actualización diaria y difusión a través de la página de internet del área respectiva, disposición que resulta coherente con el principio de transparencia.
El delito de tráfico de influencias
Debemos empezar por señalar que el artículo 76° de la Carta Fundamental establece las pautas para la contratación pública que realiza el Estado. Ciertamente, la zona oscura entre la gestión de intereses en la administración pública y el derecho penal se manifiesta singularmente en los elementos que configuran el delito de tráfico de influencias, tipificado en el artículo 400° del Código Penal (modificado por ley 29758, publicada el 21 julio de 2011), que sanciona a cualquiera que, invocando o teniendo influencias reales o simuladas, recibe, hace dar o prometer para sí o para un tercero, donativo o promesa o cualquier otra ventaja o beneficio con el ofrecimiento de interceder ante un funcionario o servidor público que ha de conocer, esté conociendo o haya conocido un caso judicial o administrativo, para cuyo efecto se impondrá pena privativa de libertad no menor de cuatro ni mayor de seis años.
La misma norma, para acercar más a la ambigüedad con el derecho administrativo sancionador (véase García Cavero, 2012a, pp. 76-77), señala que si el agente es un funcionario o servidor público, será reprimido con una pena más grave, es decir, que dicha circunstancia comprendería, por ejemplo, algunas conductas en las que políticos o altos funcionarios puedan estar involucrados en actos de corrupción política. Aunado a ello, incluso podrían darse casos de colusión mediante intermediarios o en forma indirecta a favor de familiares de algunos políticos o altos funcionarios5.
Se ha establecido dicha relación en la doctrina, debido a la necesidad de crear mecanismos de control a la gestión de intereses o lobbies, siendo que dichos controles deben estar adecuados al ámbito administrativo y reforzados en el ámbito penal a través del delito de tráfico de influencias. No obstante, se advierte que la situación no es pacífica, pues se requiere de una ponderación de intereses: por un lado, la actividad del lobby se legitima con la garantía constitucional de la libertad del ejercicio de la profesión y la libertad de asociación, y, por otro lado, ello presupondría que el contenido de tal ejercicio profesional y actividad de asociaciones no deban tener naturaleza antijurídica (Abanto Vásquez, 2012, pp. 597-598).
También bajo la misma posición se ha llegado a sostener —acertadamente— que regular punitivamente conductas de tráfico de influencias, es decir, comportamientos de comercialización de las posiciones de poder basadas en las relaciones o favores con funcionarios públicos, siempre ha sido un tema espinoso en la historia del pensamiento jurídico penal, tanto por lo difícil de la delimitación del tema como por las dificultades de su traslado o concreción en términos de redacción legal, tanto más si la delimitación de la relevancia penal de la influencia tiene que ver con su contenido y con los límites de dicho contenido (Rojas Vargas, 2012, pp. 343-344).
El delito de colusión
No podemos dejar de mencionar la última modificación del delito de colusión, tipificada en el artículo 384° del CP (modificado por ley 29758, publicada el 21 julio de 2011), que en su primer párrafo señala que el funcionario o servidor público que, interviniendo directa o indirectamente —por razón de su cargo— en cualquier etapa de las modalidades de adquisición o contratación pública de bienes, obras o servicios, concesiones o cualquier operación a cargo del Estado concerta con los interesados para defraudar al Estado o entidad u organismo del Estado será reprimido con pena privativa de libertad no menor de tres ni mayor de seis años. No basta, pues, la mera solicitud o proposición dirigida a obtener un acuerdo, sino que es preciso que efectivamente este se haya logrado; esto es, el funcionario público y el tercero interesado deben haber concertado y haberse puesto de acuerdo para lograr la contratación defraudatoria en perjuicio del Estado (Reátegui Sánchez, 2012, p. 901).
No obstante ello, sin entrar a mayores detalles de análisis dogmáticos de dicho tipo penal, cabe preguntarse ¿el elemento de tendencia interna trascendente «para defraudar al Estado» debe siempre entenderse en su interpretación como un acto de lobby irregular? En nuestra opinión son dos cosas totalmente distintas: por un lado, el elemento subjetivo que acompaña al dolo debe cumplirse con la realización de la conducta «concertar», la cual tiene que ser subrepticia (Abanto Vásquez, 2003, p. 310), oculta o clandestina; en tanto que en el lobby el gestor de intereses no concierta con el funcionario, sino que realiza una serie de actos tendentes a «influir» en la toma de decisiones de la administración pública. Incluso, se debe tomar en cuenta que las concertaciones entre funcionarios estatales negociadores y los contratistas interesados realizadas con la finalidad de definir diversas líneas de acción para buscar soluciones a problemas suscitados en la ejecución de los contratos configuran un marco de interacciones regulares en toda operación contractual (Rojas Vargas, 2012, p. 210).
El concepto de rol como propuesta de solución
De todo lo expuesto, se desprende en forma natural la necesidad de proponer de lege ferenda un criterio jurídico válido para imputar responsabilidad penal a un político o alto funcionario. Por ello, desde nuestro punto de vista deberá analizarse dogmáticamente el rol del agente. Una de las razones a que arribamos a este criterio se sustenta en la casación 374-2015/Lima (Caso Petroaudios), cuyo fundamento jurídico 6.36 estableció que no había quedado probado que el representante de Discover Petroleum International hubiera excedido el rol de gestor de intereses que desempeñaba a favor de la citada empresa noruega, puesto que no se habían desarrollado reglas sobre dichos límites.
Así, pues, el concepto de rol (Jakobs, 1997, p. 59; García Cavero, 2012a, p. 101; Caro John, 2010, pp. 30-31), específicamente del político y del alto funcionario, permitirá un margen claro y más aproximado a la distinción de responsabilidades —sobre todo políticas— frente a hechos que constituyan un manifiesto alejamiento a lo establecido por la norma penal. Ahora bien, Jakobs ha desarrollado los parámetros del rol bajo los siguientes fundamentos:
El contenido del rol queda determinado por los institutos de la imputabilidad objetiva —dicho con mayor exactitud, de la teoría de la conducta no permitida—, que entre tanto han sido objeto de un desarrollo que ha quedado condensado del siguiente modo: quien lleva a cabo una conducta dentro del riesgo permitido permanece dentro de su rol; quien presta una contribución a quien actúa a riesgo propio, también; quien realiza una prestación estereotipada y no se adapta a los planes delictivos de otras personas no participa criminalmente en la ejecución de esos planes: existe una prohibición de regreso; e igualmente permanece en el rol del ciudadano fiel al derecho quien, por ejemplo, en el tránsito viario, confía en que los demás se conducirán a su vez de modo correcto: principio de confianza (Jakobs, 2003, pp. 45-46).
Tomando este concepto del rol pasamos a adaptarlo a las actividades propias del político o alto funcionario a fin de se desenvuelva apropiadamente dentro de su institución:
- En primer lugar, el rol va a delimitar los ámbitos de competencia del político o alto funcionario, estableciendo normativamente los espacios permitidos y no permitidos en donde puede o no desarrollar y ejercer sus actividades. Ello conlleva, asimismo, la necesidad de diferenciar los roles generales y los roles específicos en, por ejemplo, los códigos de ética.
- En segundo lugar, el concepto de rol va a facilitar que los contactos sociales anónimos del político o alto funcionario no restrinjan ni limiten su actividad política y social; sin embargo, cuando exista el propósito (tendencia interna) de obtener una ventaja o un favor político irregular su conducta sobrepasará el ámbito de su rol.
- En tercer lugar, garantizará al político o alto funcionario la no punibilidad por conocimientos especiales ante la presunta comisión de un acto de corrupción, es decir, el agente no responderá penalmente, siempre y cuando no haya hecho uso o abuso de dichos conocimientos para la realización del acto corrupto, esos conocimientos especiales pueden estar comprendidos en la denominada «información privilegiada en razón del cargo o función».
En consecuencia, para analizar detenidamente estos puntos sensibles donde se aprecie una paridad entre el derecho penal y la política, resulta necesario examinar lo siguiente:
- Delimitar en forma objetiva el marco fáctico en el que habría tenido participación el político o alto funcionario.
- Verificar si frente a dichos hechos, está comprometida la aplicación de dos normas de diferente naturaleza, es decir, una norma penal y una norma administrativa sancionadora, que en el común de los casos podrán ser: ley 29024 (Ley de gestión de intereses en la administración pública), ley 26771 (establece prohibición de ejercer la facultad de nombramiento y contratación de personal en el sector público, en casos de parentesco, o Ley de nepotismo), Código de ética del Congreso, ley 28094 (Ley de partidos políticos), entre otros.
- Determinar los roles específicos y genéricos del que está investido el político o alto funcionario en particular, para lo cual se tendrán que identificar todas las normas que componen el marco regulatorio del sector (rol específico), y de la administración pública en general (rol general). De esta forma se delimitarán los espacios de actuación concreta en que los funcionarios pueden desenvolverse.
- Frente a la colisión de disposiciones prohibitivas y autoritativas en diferentes escenarios, cabe hacer una profunda revisión de la «tendencia interna transcendente» existente al momento de la comisión de tipos penales que se encuentren estructurados con aquella, a través de la exploración y análisis de toda la «prueba indiciaria» recaba en las investigaciones que se hayan desarrollado en las diferentes instancias.
Finalmente, no se debe de perder de vista que, sea cual sea la decisión tomada en las instancias correspondientes, las responsabilidades penales y políticas obedecen a una naturaleza intrínsecamente distinta.
Notes:
- 1
Al respecto, debemos indicar que la actividad del lobby tiene una vasta tradición en Estados Unidos, país donde su práctica ha sido graficada como una relación de colaboración necesaria entre la sociedad civil y los grupos políticos para el ejercicio transparente y eficaz de la política. Incluso en Europa, la Comisión Europea, órgano rector del Gobierno de la Unión Europea, creó en el año 2008 un Registro de Grupos de Interés (de lobbies), luego de un intenso debate en el Parlamento Europeo sobre el tema.
- 2
En la Jurisprudencia nacional, véase también las STC 003-2005-PI/TC y 0014-2006-PI/TC.
- 3
Al respecto, cabe señalar que el Organismo Supervisor de Contrataciones del Estado – OSCE, que es un organismo público adscrito al Ministerio de Economía y Finanzas, viene cumpliendo un proceso de modernización para ofrecer procesos de compra en forma más rápida y eficiente a través de un sistema electrónico de contrataciones del Estado (SEACE), el cual permitiría una gestión pública más participativa, democrática y, sobre todo, transparente.
- 4
El autor añade que busca suplir ese vacío de la estructura actual del sistema democrático en nuestros países, donde el elector decide elegir a sus representantes en los poderes del Estado por cierto periodo, pero luego no tiene mayor participación en la administración del país ni en su conducción, con la excepción del referéndum y de las elecciones municipales o regionales.
- 5
Cfr. sobre el particular, Castillo Alva y García Cavero ofrecen el siguiente punto de vista: «En el caso de contratos a favor de allegados o de familiares de los funcionarios públicos la prueba del delito de colusión no puede partir del dato del parentesco, del contubernio familiar o del posible nepotismo —que de por sí es una figura independiente— sino que debe dirigirse puntualmente a acreditar el acto de concertación o el acuerdo criminal entre los funcionarios y los interesados (familiares) que genera un perjuicio para el Estado» (Castillo Alva & García Caverlo, 2007, p. 203).