Crónicas "Desde Friburgo"
El profesor emérito José Hurtado Pozo comenta la actualidad internacional desde Suiza.
Elección de magistrados: círculo vicioso de la ingenuidad y la corrupción
La clarividencia que acompaña a la vejez, al igual que la calidad que alcanza el vino añejo, permite cuestionar prejuicios que en su momento parecían verdades incuestionables. Este sentimiento me invade en los últimos años, especialmente cuando reflexiono sobre los debates en los que he participado sobre el mal endémico de la corrupción, particularmente en el ámbito de la administración de justicia.
Los organizadores de estos debates, generalmente colegas generosos, me invitaban, tal vez, por mi experiencia como juez y docente universitario, además de la amistad que nos unía. Pero sospecho que también buscaban enriquecer el cartel del evento al mencionar mis dos nacionalidades: peruana y suiza.
Esta circunstancia me llevó, en una de las últimas ocasiones, a una acalorada discusión sobre las causas y efectos de la corrupción judicial, con especial énfasis en la selección y nombramiento de jueces. Mi opinión era esperada con interés, quizá porque podía comparar la situación en Perú, reconocida por estar profundamente afectada por la corrupción, y la de Suiza, reputada por su probidad y organización.
Desde que terminé mi doctorado en Neuchâtel y regresé a Perú, a principios de 1971, solía sorprender a mi audiencia al explicar —a veces de forma algo forzada— que, en Suiza, al ser una Confederación de pequeños Estados (cantones), existían tanto una administración de justicia federal como otra en cada cantón. El Tribunal Federal, como máxima instancia, tenía entre sus funciones principales la uniformización de la jurisprudencia. Además, destacaba que los jueces eran elegidos mediante un sistema político que reflejaba la tradición democrática del país.
Este sistema de elección solía ser bien recibido por los participantes con posturas progresistas (es decir, los llamados “caviares”), quienes lo consideraban una expresión de democracia auténtica y una herramienta para mejorar la protección de los sectores más desfavorecidos.
Por el contrario, quienes rechazaban este modelo, desde diversas perspectivas ideológicas, argumentaban que promovía una politización indeseable y facilitaba la instauración de la llamada “justicia popular”. También sostenían que no garantizaba que los jueces fueran personas íntegras, honestas y responsables, cualidades esenciales tanto en el ámbito público como en el privado. Alegaban que el Estado debía fomentar estas virtudes sin comprometer la autonomía personal, especialmente entre sus funcionarios.
El intercambio de ideas, así como las descalificaciones y objeciones, se intensificaba a medida que los participantes profundizaban en otros aspectos de la cuestión. Sin embargo, el tema específico de la función judicial seguía sin resolverse del todo. Para intentar clarificarlo, solía aportar información sobre el sistema suizo, subrayando que Suiza era un país políticamente estable, donde el poder político se distribuía entre los partidos según los resultados de las elecciones federales y cantonales. Este reparto también se reflejaba en la administración de justicia: los partidos proponían candidatos para los cargos de jueces o fiscales, respetando la orientación política del juez saliente.
La elección de los jueces, según la normativa correspondiente —ya sea federal o cantonal—, recaía en el pueblo, el parlamento, un tribunal o un colegio electoral, dependiendo del sistema establecido, ya fuera de mayoría o proporcional. En algunos casos, debido a regulaciones específicas, la votación ciudadana solo se realizaba cuando había dos o más candidatos, una situación que los partidos procuraban evitar por los costos asociados a organizar la votación. En la práctica, los jueces eran designados directamente por los partidos.
También aclaraba que esto no implicaba que los candidatos fueran necesariamente militantes partidarios. La honestidad y responsabilidad de los nominados se garantizaban por el interés político en proteger la reputación del partido, evitando que se viera afectada por el ejercicio deshonesto de un juez. Sin embargo, surge un inevitable “pero”: un insidioso disfuncionamiento en el proceso de reelección al término del periodo de cinco años. El partido que propuso al juez puede negarle su apoyo y, con ello, impedir su reelección. Esto, aunque raro, ha sucedido en contadas ocasiones.
Consciente de las disfunciones propias de la sociedad peruana, siempre me abstuve de promover la adopción de un sistema de elección política para jueces o fiscales. Es innegable que los jueces deben ser personas virtuosas, tanto en su vida pública como privada, pero pedir esto es tan útil como decirle a un navegante que se guíe por la Cruz del Sur sabiendo que nunca podrá alcanzarla.
Claro está que necesitamos jueces virtuosos, pero el verdadero desafío radica en definir un procedimiento eficaz para evaluar esa virtud. Esto implica, a su vez, formar a los candidatos ideales, así como a quienes los evalúan y seleccionan. Dicha formación tendría que estar a cargo de maestros igualmente virtuosos, lo que a su vez llevaría a exigir las mismas condiciones para docentes de todos los niveles educativos.
En Perú, la reciente designación de los miembros de la Junta Nacional de Justicia es un ejemplo elocuente. Elegidos por un parlamento donde muchos legisladores tienen procesos judiciales pendientes, los designados suelen ser figuras cuestionadas tanto en lo moral como en lo profesional. Por ello, resulta difícil imaginar que seleccionarán o ratificarán a jueces y fiscales íntegros, honestos y responsables.
Estamos ante un círculo vicioso que se origina, en gran parte, por creer en la existencia de personas absolutamente íntegras, en lugar de reconocer que en cada individuo coexisten el bien y el mal. Una persona puede mantener una vida pública intachable y, a la vez, ser deshonesta en su vida privada. Como un loup-garou o un Dr. Jekyll y Mr. Hyde, se mueve subrepticiamente entre estas esferas.
La cuestión de la buena administración de justicia no es meramente educativa o moral; es, sobre todo, de carácter social y político. No depende de héroes o santos individuales, sino de un movimiento social profundo que transforme las estructuras del sistema.
Finalmente, no puedo dejar de mencionar que, en los años en que ejercí como juez, no recuerdo a nadie -incluyéndome- a quien podría señalar como modelo de excelencia. Nadie a quien recomendar como prototipo para los jóvenes que aspiran a administrar justicia.
Antes de poner punto final a estas mal hilvanadas reflexiones, decidí releerlas. Al hacerlo, estuve a punto de caer en una depresión profunda por el pesimismo que impregnaba cada una de sus inflexiones y sobresaltos. Este sentimiento, que ya me había acompañado al escribirlas frase por frase, se hacía aún más palpable en las pausas que seguían a cada punto aparte.
La causa de esta sombría sensación era mi mala conciencia, esa que siempre parece vigilarme por encima del hombro cuando escribo. En realidad, esta mala conciencia no era otra cosa que el imborrable recuerdo de un colega, magistrado de carrera, bueno como el pan de queso antioqueño de Santa Rosa de Osos, cristiano sincero hasta el punto de ser hermano del Señor de los Milagros -cuya anda cargaba cada año-, y bondadoso al extremo de cuidar a la “familia judicial” con el mismo esmero con que protegía a la propia.
Era un modelo de magistrado digno de ser tomado como ejemplo, un contraste absoluto con mis reflexiones pesimistas. Sin embargo, la Corte Suprema, en una decisión de la Sala Plena que careció por completo de explicación o justificación, lo defenestró de su cargo de vocal de la Corte Superior de Lima.
La ejemplaridad de César Augusto Mansilla Novella, su probidad y virtudes, nos ha dado la esperanza de que haya más como él. Pero la ejemplaridad negativa de la Corte Suprema, sin acto de contrición institucional alguno, refuerza nuestro pesimismo y desaliento.
Tal vez por esto no sea difícil creer que, algún día, se haga realidad aquella anécdota que se sigue contando. Un indígena campesino, atrapado en un mar de pleitos judiciales, se encontraba en la vieja casona que albergaba a jueces y fiscales de la Corte Superior de Ayacucho. Cuando un fuerte temblor sacudió la ciudad, corrió al centro del patio, se arrodilló, alzó la mirada y los brazos hacia el cielo, y rogó a gritos: ¡Diosito, mátalos a todos!
Lamentablemente, como solía advertirme mi padre —para escándalo de mi buena madre—: “Ten cuidado. Dios casi nunca atiende los pedidos justos. En su afán por comprobar la sinceridad de nuestra fidelidad a sus enseñanzas, actúa como lo hizo con Job, el del Eclesiastés.”
Friburgo, diciembre 2024
Prof. Emeritus José Hurtado Pozo
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